Entra a Hablar el Vigía

Entra a Hablar el Vigía[1]

Nosotros no creemos todavía que los argentinos son tontos. Ni mucho menos. Si lo creyéramos, dejaríamos de inmediato de escribir, alegar y discutir, cosas que jamás hay que hacer con un tonto; porque es inútil. Nosotros, pues, tenemos el perverso y atrabiliario gusto de no participar de la ilustrada opinión de nuestra imponente y voluminosa prensa diaria. Admitimos sin dificultad que el pueblo argentino puede tener una pesadilla, como la que puede tener cualquier hombre sano y no muy sobrio, pero no aceptamos (y todo lo que vemos nos confirma en ello) que esa pesadilla se deba eternizar; y que el argentino se deba convertir en un ser que camina en medio de una pesadilla eviterna, es decir, en un lunático. Que aprovechen, pues, los que hacen su negocio de las pesadillas ajenas, el tiempo de la actual pesadilla del mundo, y que se forren los bolsillos lo más que puedan; porque no les puede durar para siempre, ya que esto es tiempo y no es eternidad. El sol sale también por estas tierras ‒y ¡qué dorado, tranquilo y consolador estaba esta mañana de mi convalecencia!‒ el sol sale aquí casi todos los días, aun en invierno; y la luna tiene sus cuartos menguantes. El sol de mayo.

Con los tontos no se puede discutir. A un tonto si usted le dice: “Yo no creo en la democracia, lo cual quiere decir buena tienda Harrods”, el pobre piensa en seguida: “Éste es nazi”. Si usted le dice al contrario: “Yo creo en la democracia, lo que quiere decir buen gobierno en pro del pueblo, y participación del pueblo en el gobierno según la posible medida de sus méritos”, el otro dice: “Porque nosotros hemos ganado la guerra, éste aquí se ha dado vuelta ahora”. A los tontos hay que dejarlos en paz que se embromen solos, si uno no tiene capacidad para embromarlos uno mismo en provecho propio, que es lo que me pasa a mí; pero que ciertamente no le pasa a muchísimos otros, nativos o no nativos, que tienen una capacidad tremenda.

“Estaremos nuevamente en el aire mañana a las nueve en punto”, dicen las radios al concluir. ¡Qué frase más sugestiva! En efecto, hay muchísimas cosas que están en el aire actualmente en Agathaura[2], y muchísimas personas también, entre ellas el pobre vigía, para mal suyo y bien de los demás: suspendido en el aire como pájaro solitario en el techo. Pero el oficio de vigía tiene esto de cómodo, que es del todo simple, aunque peligroso. Un oficio de perezosos. El vigía tiene el deber único de ver. De subirse al mástil y ver. De ver y decir lo que ve. Si lo escuchan, bien; si no lo escuchan, él ha cumplido. Y no ver solamente gaviotas y espumitas.

¡Cuánto necesita un hombre el ver y una nación también! El crimen más horrendo que se puede concebir es sacarle los ojos a un hombre: es el crimen del Anticristo. ¿Qué será querer sacarle los ojos a una nación? Por eso la historia hasta ahora no ha registrado en nadie ese crimen, ni en Nerón siquiera. El gran trágico griego, el más grande de los dramaturgos que han sido, cuando quiso simbolizar oscuramente, tal como él conocía, el pecado original, el infierno y la redención, hizo que el rey Edipo se arrancara él mismo los ojos, no en público, sino en la alcoba de Yocasta y que saliese de ella manoteando lentamente el aire y con dos hilos de sangre corriendo desde sus órbitas vacías. El Hombre de Pecado, que ha de ser destruido por los pecados ajenos, y por los que él ha cometido no sabiendo, aparece afuera de uno delante de uno y uno siente un frío en la rabadilla y en la nuca que lo paraliza una eternidad hasta que rompe a hablar el coro, y a explicar el caso, también oscuramente, es decir, teológicamente. Yo he visto el Edipo Rey representado por Lawrence Olivier en Inglaterra. Hoy día el Hombre de Pecado es Hitler. Ya ha muerto.

Hablando de Inglaterra, ya que todos hablan de Inglaterra que ganó la guerra, en Inglaterra siempre se ha podido hablar de la guerra, y es justo que aquí también se pueda. Como puede leerlo cualquiera que tenga la biografía de Hilaire Belloc escrita por Creighton Mandell y Edward Shanks, en tiempo de la guerra Boer, hubo en Inglaterra gentes que escribían en contra de esa guerra, entre ellos el mismo Belloc que produjo entonces esa histórica oda yámbica que comienza:

“I have said it before and I say it again.

There is a treason done and a false word bespoken”.

Escribían en el Speaker y se reunían en una taberna de Soho; entre ellos estaban nada menos que los dos Chesterton, Belloc, E. C. Bentley, F. J. Eccles, B. Shaw, J. L. Harmmand. Eran como arriesgados y desesperados jóvenes vigías. Bueno: esa era una guerra bien inglesa; y con todo los ingleses, algunos de ellos, podían escribir y escribían lo que pensaban sobre ella; a saber: que era una equivocación y una desgracia. ¿Y nosotros, argentinos, no vamos a poder ni pensar siquiera acerca de una guerra que no fue hasta última hora argentina y que ya se acabó? ¿Entonces seremos sonsos y seremos imbéciles nosotros, ciegos guiados por ciegos? Que todos los que quieran alegrarse se alegren de la Victoria. Yo no los estorbo, al contrario, me alegro que se alegren, porque yo siempre me alegro con todos los que alegrándose aumentan la alegría general de esta época poco alegre. Pero si yo no puedo alegrarme del todo con la Victoria (aunque, como digo, me con-alegro con los con-victoriosos) porque mi oficio no es ése; yo ¿qué caráspita de culpa tengo?

Déjenme limpiarme de humo los ojos y de arena y no emborracharme con nada. Mientras yo vea bien, importa poco que esté manco. El vigía no está obligado a dirigir el buque ni a gobernar la tribu, ni siquiera a interpretar lo que está viendo. Bástale a él cantar en monocorde: “Buque de guerra a estribor, submarino a la vista, nubes de tifón al oriente”. A lo más, cuando las cosas van muy serenas, se le permite que vocifere la vieja canción de aquel Rodrigo de Triana:

“Bendita la luz del día

Y el Señor que nos la envía.

Bendita la Trinidad

Y la Santa Majestad

De la Pura Concepción

Concebida sin borrón

De Pecado Original

Que así nos libre del mal.

Amén. Buen viaje, buen pasaje”.

Pero cuando el tiempo es malo, el vigía tiene que anunciarlo igual, hasta que una andanada enemiga o un sacudón del bajel alcanzado debajo de la flotación lo envíe dando volteretas a donde nadie lo ve ni se acuerda de él. Desaparece. Después de mucho tiempo se acuerdan de él y hasta de cómo tenía la voz y le alaban la voz. Entonces no hay tiempo para eso. El vigía hizo lo que pudo y después se fue sin ruido con las ondinas aladas, con las ondinas soñadas, con las cosas inexistentes de inmensa paz y esperanza, que medio aparecen en los crepúsculos de otoño con el desenvolverse majestuoso de las ondas eternas.

[1]  Tribuna, 17-VII-1945.

[2]  Nombre que Castellani da al país en El Nuevo Gobierno de Sancho.