LAS JIRAFAS SON JIRAFAS

LAS JIRAFAS SON JIRAFAS

Los Enigmas del Evolucionismo

“Maldito el hombre que confía en el mono”

(Jeremías 17, 5; Códice Pi 3,1416).

Introducción

Una de las irreparables consecuencias de la Caída Original es nues­tra presente incapacidad para penetrar en el secreto de los ani­males. Quien emplee la tarde del domingo en recorrer el Jardín Zooló­gico y ob­serve con atención no las bestias sino los visitan­tes, podrá advertir que la expresión de los rostros revela, además de asombro, una añoranza de aquella ciencia eminente que permitió a nuestro Pri­mer Padre forjar nombres capaces de expresar el misterio de los vi­vientes que poblaban la tierra, los mares y el aire. El pecado tiene su castigo en sí mismo por­que priva precisamente de aquello que fue apetecido con desorden: Adán quiso ser semejante a Dios por su cien­cia, y sus hijos encuentran des­concertante el mundo animal, aquella porción de lo creado más próxima al hombre. Y cuando el insensato impugna el consejo y la providencia de Dios, el Creador irónicamente le pide que lo instruya sobre el asno sal­vaje, que se burla del tu­multo de las ciudades, el águila al acecho en los lugares inaccesi­bles, el corcel de temblorosa crin. Y Job debió con­fesar la falta de sabiduría de sus palabras[1]. Podemos percibir el brío, la belleza o la fuerza de los irracionales, pero nuestra inteli­gencia encuentra en ellos algo enigmático e indescifrable.

Esta impresión se exacerba en el caso de la jirafa: con su pe­queña cabeza ensartada en la extremidad de un interminable cuello y sus patas desparejas, tan finas como largas, ofrece el as­pecto apenas euclídeo de una creatura alambicada proveniente de un mundo antinatural. Tan pronto como la mirada topa con ella surge en la memoria la exclama­ción legendaria del palurdo: “¡Ese ani­mal no existe!”

Y, sin embargo, el consejo irónico de Dios ha encerra­do la clave de la identidad humana en este animal, de suerte que na­die puede obedecer el primer man­data délfico: “Conócete a ti mismo” a menos que sepa ver una jirafa sin ser inducido a error, lo que de un modo harto curioso y embrollado coincide con la actitud del escéptico que negaba la realidad de la estram­bótica bestia. Trataremos de explicarnos.

I- Historia

En l827, París se lanzó en masa a contemplar una jirafa que aca­baba de ser regalada al Museo de Historia Natural de la Ciudad. Uno de los que concurrieron fue Jean Baptiste Pierre Antoine de Monet, caballero de Lamarck, autor de Philosophie Zoologique. “Lamarck sos­tenía que la natu­raleza es una potencia activa, cuyas fuerzas han producido los primeros seres vivos. Luego, poco a poco, bajo la in­fluencia del medio, estos seres inferiores se fueron perfeccionando: es la adaptación. Lamarck, en efecto, adjudicaba a los vivientes un poder de organización, cuya actividad es desencadenada por las necesidades de la existencia. Tales necesidades exigen nuevas funciones, y es así como […] la formación de cuernos en ciertos herbí­voros resulta de la afluencia de sangre pro­vocada por la ira. Ahora bien, la herencia fija los caracteres adquiri­dos, y cada viviente trae al nacer las modificaciones de sus ancestros, a las que agrega, bajo la excitación del ambiente, nuevos caracteres, por lo cual hay modificación continua del mundo animal”[2].

Una vez frente a la jirafa, Lamarck la señaló triunfante como la prueba irrefutable de su teoría: sus patas se habían estirado durante generaciones y generaciones para permitirle alcanzar la copa de los ár­boles y alimentarse con sus hojas[3]. G. Rattray Taylor afirma que Lamarck fue un gran naturalista y tiene derecho a ser llamado el pri­mer biólogo que propuso la teoría de la evolución. Sin embargo, es una de las figuras trágicas de la ciencia: vivió pobre toda su vida y fue enterrado de li­mosna. No conocemos siquiera el nombre de las varias esposas que tuvo y nadie ha escrito su biografía. Sin duda, sus ideas fueron audaces, ori­ginales; pero nos parece erróneo considerarlas inteligentes porque el sentido común las contradice: los hijos de un violinista, por ejemplo, no desarrollan una propensión a inclinar el cuello; ni el párvulo de un karateka nace con durezas en los puños, adquiridas por su progenitor a fuerza de partir tablas y ladrillos.

Mas no tenemos dificultad alguna en admitir que una persistente mala suerte lo acompañó a lo largo de su vida. Ella se revela en el caso de la jirafa, pues eligió un ejemplo muy desfavorable para justificar su hipótesis: quienquiera se tome la molestia de observar este animal constatará que pasa mucho más tiempo pastando que embuchando hojas de los árboles. Si la suposición del biólogo francés hubiese sido exacta y la función hiciera los órganos, la ji­rafa tendría el tamaño de un chihuahua y resultaría infinitamente más alambicada que en su presente condición.

El evolucionismo dio un paso adelante gracias a Charles Darwin, “padre del pensamiento biológi­co moderno e incluso de una nueva concepción del mundo”. Su abuelo Eras­mo, “dotado de una vastísima erudición e intelectualmente ligado a los círculos franceses de orientación masónico-revoluciona­ria”[4], había sido el primero en afirmar que “la escalera de Aristó­teles” (la ordenación jerárquica de las especies vivientes) era el resultado de un movimiento que había llevado de las menos perfectas a las más complejas y organi­zadas. Esa idea, sin embargo, no tuvo una calurosa acogida pues Erasmo la había expuesto en Zoonomia, indige­rible lata, que muy po­cos tuvieron la paciencia de leer. Pero Cha­rles heredó esta idea con la sangre y las circunstancias hicieron que pronto llegara a tener la cabeza ocu­pada en la determinación del me­canismo de la evolución pues “el héroe del progreso intelectual de la humanidad”[5] vivió en un tiempo en que los hombres cultos comenza­ban a encontrar inaceptable la interpretación literal de los primeros capítulos del Génesis.

Hasta entonces “aquel texto era claro y no necesitaba explanación. Dios había creado en seis días el universo y todas las criaturas que lo habitan, y las especies habían permanecido estáticas desde el momento de la creación”[6]. Pero “si no había habi­do más que una creación, como afirmaban los teólogos, las especies existentes tendrían que estar muy mal adaptadas, a consecuencia de los numerosos cambios geofísicos que se habían producido como estaba demostrándose”[7].

Además, Darwin percibió un nuevo inconveniente para armonizar el re­lato inspirado con la realidad, que expuso en la Introducción de su famosa obra: “¿Por qué según la teoría de la creación había tantas variedades y tan pocas nove­dades reales? ¿Por qué todas las partes y todos los órganos de muchos seres independientes, cada uno de los cuales se supone haya sido creado separadamente para su apropiado puesto en la naturaleza, tendrían que estar ligadas comúnmente por pasajes gradua­les?” Las similitudes anató­micas entre las diversas formas de vida daban una pobre idea de Dios, ya que lo mostraban carente de fanta­sía, atado a la lógica y a las leyes del juego.

Hasta entonces la Filosofía había visto en tales pasajes gra­dua­les y similitudes entre los distintos seres un claro indicio de la exis­tencia de Dios: en efecto, las formas se ordenan jerárquicamente, según grados de perfección, de los cuales el superior reúne en sí las capaci­dades de los inferiores y al mismo tiempo las rebasa. Para fa­cilitar la comprensión de esto, podemos recurrir al ejemplo de los números y las figuras geométricas: el 5 contiene al 4 y le agrega una unidad; el cua­drado contiene al triángulo y también lo trasciende. Como consecuencia de ello, hay a la vez semejanzas y diferencias en­tre las distintas espe­cies, y esto permite las clasificaciones lleva­das a cabo por las cien­cias. “Las cosas se diferencian en lo que se parecen”, y tal variedad armónica era vista como el efecto innegable de una Inteligencia ordena­dora del Universo. Pero Darwin trepaba hu­mildemente hasta la Luz Inacce­sible y concluía que si él fuera Dios no habría obrado así.

Persuadido de que las especies no habían aparecido por obra del Creador, afirmó que la vida tenía un origen espontáneo, y las fuerzas de la naturaleza gradualmente habían producido las diferenciaciones entre los vegetales y los animales. ¿Cuál era la mecánica de la apa­rición?

“El punto de partida de Darwin fue la observación de que la selección arti­ficial operada por el criador es […] la varita mágica por medio de la cual él puede llamar a la vida a cualquier forma y modelo deseado”[8]. Supuso entonces que también la naturaleza operaba una selección en favor del más apto para la vida. Antes de proseguir, observemos cuánto contribuye el rechazo de la lógica a la libertad del pensa­miento: después de haber excluido al Creador, Darwin volvió la mirada al criador y juzgó que la selección inteligente obrada por el hombre sugería un proceso ciego fundado en el azar.

También el inglés creyó que la jirafa constituía una prueba decisiva en favor de su hipótesis: el largo cuello había permitido la supervivencia de estos individuos porque eran capaces de alimentarse con las hojas de los árboles. “Pueden así obtener un alimento que está fuera del alcance de los otros ungulados o animales con pezuñas que habitan la misma región, y esto tiene que ser una gran ventaja para ellas”[9].

El inglés, sin embargo, reincidió en el error de Lamarck, pues su candidez le impidió adver­tir el juego sucio de la jirafa. Con toda inocencia había pensado que el largo cuello de este animal era el resultado de incontables gene­raciones desnucadas para llevar adelante el proceso evolutivo. Pero la explica­ción era otra: “La verdad es que necesita un cuello muy largo porque tiene patas muy largas, y sin él no podría llegar al suelo para beber y comer hierbas”[10]. En otras palabras, el lema del bicho no era “per ardua ad astra”[11] sino “primum vive­re, deinde evolvere”. Una vez más este animal de aspecto engañoso había embaucado a un científico ingenuo. Ya no había duda: la jirafa era el más astuto de los animales del campo.

Ajeno a la trapacería de la condenada bestia, continuó meditando en su hipótesis, cuando en 1858 recibió un estudio enviado desde Malasia por un científico amigo, Wallace, quien exponía la evolución por se­lección na­tural. “Wallace había escrito por su cuenta lo que su amigo tenía en mente como un proyecto no publicado todavía”[12]. El Padre de la Biología moderna se abstuvo de contestar: envió una nota en la que acusaba recibo de la carta sin añadir palabra, pues (en esto coincidía con Aristóteles) si bien era amigo de Wallace, mayor era su devoción por la verdad, que para los pragmáticos anglosajones se identifica con el éxito. “Enseguida ‒el año siguiente‒ publicó El Origen de las Especies y Wallace quedó en la sombra para siempre»[13]. Darwin le ha­bía dado una clase práctica de evolucionismo.

No fue ésa la única vez en que Charlie se mostró más allá del bien y del mal. “Decía que no había saca­do una sola idea de Lamarck. Esto resultaba doblemente irónico, pues Darwin jugó una y otra vez con la idea de los caracte­res adquiridos. […] Mostró el mismo resentimiento hacia su abuelo y dijo que su Zoonomia no había hecho más que anticipar las opiniones de Lamarck. […] La idea de que la selección natural era la fuerza mo­triz de la evolución no era tampoco original de Darwin: el profesor William Lawrence […] la había propuesto en l822 y, sin embargo, Darwin hablaba de ella como «mi teoría». C. D. Darlington, a pesar de ser un creyente absoluto en la selección natural, ha declarado que Darwin pudo sacar adelante sus ideas no tanto por su integridad científica, como por su oportunismo, ambigüedad y falta de sentido histórico. Aunque a sus admiradores no les gustará creerlo, lle­vó a cabo su re­volución más por debilidad personal y por talento estra­tégico que por virtud científica”[14]. Taylor emplea una página íntegra de su obra para inventariar las deshonestidades de Darwin.

La doctrina evolucionista parecía estar bien fundamentada. Consideremos algunos argumentos favorables a ella. “Entre las múltiples formas vivientes, existen diferencias y semejanzas morfológicas más o menos marcadas, que las acercan o alejan unas de otras: por ello es posible clasificarlas. Pero se ha formado en muchos espíritus la convicción de que, lejos de ser ideal, este parentesco es real”[15]. Piensan que si dos seres tienen una estructura semejante, o bien el más rudimentario es causa del más complejo, o bien ambos tienen un ancestro común. En cualquier caso las diversas formas vivientes serían el producto de la fuerza evolutiva.

“Ciertos animales tienen órganos rudimentarios, aparentemente atrofiados y sin función conocida, como el hueso pelviano de la ballena, que no está ligado a músculo alguno y corresponde al fémur de los cuadrúpedos; o también los dedos laterales rudimentarios del caballo. Pero hay que observar que estos órganos rudimentarios se explican mejor como el resultado de una regresión y no de una evolución progresiva. No sólo el número de tales órganos se reduce según vamos conociendo mejor las funciones de los vivientes, sino que además es sorprendente que siempre aparezcan órganos atrofiados y jamás órganos en vía de formación, como lo exige el transformismo.

“La paleontología aporta una masa impresionante de argumentos. La fauna y la flora se modifican en cada era geológica. Cada una de estas edades ve aparecer nuevos grupos de animales y plantas. No se puede decir que haya progreso en el interior de estos grupos, que por el contrario, a menudo muestran una regresión y desaparecen. Pero globalmente hay un desarrollo progresivo de las especies vivientes por la aparición de nuevos grupos de complejidad creciente”.

II ¡Así Es la Vida!

El revuelo que siguió a la publicación de esta obra es indes­cripti­ble, porque minaba las bases de la religión cristiana. Y el biólogo in­glés tuvo plena conciencia de ello: “Mi doctrina sería como el Evangelio de Satanás. […] He pensado mucho sobre lo que Ud. [Ch. Lyell] manifiesta con respecto a la aceptación de una fuerza creado­ra. Y no veo esa nece­sidad; su admisión haría inútil la teoría de la selección natural”[16].

Pero ¿qué entendía por selección natural? Para responder a esta cuestión Darwin se apoyó en el Ensayo sobre el Principio de la Población, que el Pastor Anglicano Thomas Malthus había publicado en 1798. La población tiende a aumentar en proporción geométrica, mientras que la producción de alimentos avanza en proporción aritmética. La consecuencia salta a la vista: la limitación de los nacimientos. La sabia Naturaleza se vale de la miseria y el vicio para poner freno al crecimiento poblacional, pero Malthus recomendaba el control preventivo. Quienes no están en condiciones de asegurar la buena salud y el mantenimiento de su descendencia deben abstenerse del matrimonio: “El hombre que nace en un mundo ya ocupado no tiene derecho alguno (si su familia no puede mantenerlo o el Estado no puede utilizar su trabajo) a reclamar una parte cualquiera de alimentación y está de más en el mundo. En el gran banquete de la naturaleza no hay cubierto para él. La Naturaleza le exige que se vaya, y no tardará en ejecutar ella misma tal orden”.

Malthus había interpretado el crecimiento poblacional según los criterios de una Economía capitalista que se enternece ante la cría que la usura hace tener al dinero y al mismo tiempo es absolutamente insensible a los críos de los pobres. Por ello no se les ocurre que nada ayudaría tanto a la salud y educación de la descendencia como liberar a la sociedad del yugo del Oro. Pero el burgués considera a los indigentes como factores de contaminación a los que es conveniente exterminar.

En 1838, al leer el Ensayo de Malthus, Darwin pensó que la idea de la lucha por la existencia podía ser aplicada a las otras formas de vida. De este modo la Biología ideologizada justificaba a cuantos hacían su agosto con la explotación del hombre, y la “selección del más apto para la vida” era un eufemismo equiva­lente a “negreo o exterminio de los pobres”.

Thomas Huxley, “el bull-dog de Darwin”, llevó adelante la utili­za­ción del evolucionismo con fines extracientíficos. G. B. Shaw de­nunció el trasfondo ideológico de esta nueva filosofía: “Jamás en la historia, al menos por lo que sabemos, ha existido una tentativa tan determinada, tan ricamente subvencionada y políticamente organizada, para persuadir al género humano de que todo progreso, toda la prospe­ridad, toda la sal­vación individual y social, depende de un indiscri­minado conflicto por el alimento y el dinero, de la supresión y eli­minación del débil por parte del fuerte […] en síntesis, de abatir impunemente a nuestro próji­mo”[17].

Al garantizar la muerte de Dios, el darwinismo silenciaba la voz de la conciencia y daba luz verde a “la lu­cha entre los hombres, el exterminio de las razas inferiores y el peor colonialismo”[18]. Ante cualquier reproche, los “más fuertes” podían oponer un darwiniano: “¡Así es la vida!”

III. El Gorila Ideológico

Ésta fue justamente la razón de su éxito: el libro estaba desti­nado a ser un best-seller (o, para decirlo con Castellani, bestia-seller, aquí más oportuno que nunca) pues narraba una historia muy seductora no sólo para quienes dedicaban todos sus afanes al enriquecimiento, sino también para cuantos procuraban extirpar la fe del alma e in­tentaban suplantarla por sus construcciones utópicas:

“El evolucionismo constituye la garantía científica necesaria de las ideologías que se proclaman «racionales». No se puede concebir un materialismo o un ateísmo que no se apoyen en el evolucionismo. Sin el transformismo, ¿qué quedaría de todas las doctrinas en «ismo»? Ni el liberalismo, ni el socialismo, ni el marxismo-leninismo, ni el modernismo, la nueva religión instalada en amplios sectores de la Iglesia, podrían mantenerse en pie. Vemos entonces que el evolucionismo trasciende el campo de la biología y alcanza los dominios de la filosofía, la religión, la moral y la política. En este vasto conjunto se sitúa el problema de la evolución de las especies”[19].

Así, desde el principio la Masonería apoyó al evolucionismo, pues lo reco­nocía como el dogma de la Anti-Iglesia.

Marx aceptó con gozo esta doc­trina ya que proporcionaba la “base científica para la lucha de cla­ses”[20] ‒ pero ¿cómo Marx & Co. se habían lanzado a la revolución si su pensamiento careció de fundamento hasta la aparición de El Origen de las Especies?‒, y por ello ofreció a Darwin la dedicatoria de El Capi­tal, mas el inglés rechazó tal honor porque la modestia típicamente liberal le impe­día reconocer su aporte al movimiento revolucionario. Sin embargo, esa contribución no dejó de aumentar: la lectu­ra de El Origen de las Especies hizo que a los 17 años Lenin per­diera la fe; tiempo des­pués, El Evangelio de Satanás suscitó el replanteo vocacional de un seminarista ortodoxo, y el joven resolvió la crisis arrojando por la borda la mitología cristiana y jurando enfrascarse, bajo el nuevo nombre de Stalin, en la filantrópica lucha por un mundo mejor.

También Segismundo Salomón Freud quedó vivamente impresionado por esta doctrina, que pesó de modo decisivo en su elección de carre­ra uni­versitaria, pues le permitió intuir que el comportamiento huma­no, cuya comprensión procuraba, tiene su clave en los instintos y pulsiones liga­dos a lo orgánico: si las formas superiores de vida son elaboradas a partir de las inferiores, ¿por qué no ha de ser nuestra actividad espi­ritual, lo supremo en el hombre, el resultado de las fuerzas oscuras de nuestra condición animal? La Psicoanálisis[21] sería utilizado como ariete contra la sociedad cristiana por los adalides del nuevo sistema.

Jung afirma que la preocu­pación obsesiva de Freud era ofrecer a nuestro tiempo una teo­ría absoluta del hombre, que cerrase las puertas a “la marea negra”, como llamaba a cualquier admisión de nuestra dimensión religiosa[22]. In­di­cio de ello es el epígrafe que eligió para su obra capital Interpretación de los Sueños: Flectere si nequeo Superos, Acheronta movebo[23]. Y en verdad, se zambulló en el Infierno, pues comenzó a proclamar que la religión es el resultado de la neu­rosis colectiva de la humanidad y Dios surge como sublimación de la fi­gura paterna.  Mas bruscamente debió interrumpir su apostolado vienés y tomar las de Villadiego con rumbo Inglaterra, donde permaneció hasta su encuentro ‒voluntario, pues se suicidó‒ con la Parca.

Esta fuga precipitada de Austria se debió a que nuevos vientos, huraca­nados, agitaban el mundo alemán, y también en el origen de esta convulsión se hallaba la doctrina evolucionista. La primera brisa de lo que acabaría en tempestad sopló en la cabeza de Nietzsche cuando éste concluyó que el progreso de las especies no se detiene en nosotros. Pero Darwin, ese inglés con alma de tendero que había presentado la doctrina transformista de tal modo que sólo servía para justificar los manejos de los potentados, había sido incapaz de sacar todas las conse­cuencias de la nueva teoría: el hombre es sólo un puente entre el mono y el Superhombre:

“Habéis re­corrido el camino que lleva del gusano al hombre. En un tiempo fuis­teis monos, y aún hoy el hombre es más mono que cualquier mono. Os enseño el Superhombre. El Superhombre es el sentido de la tie­rra”[24]. El camino del éxito estaría abierto a los intrépidos que tuviesen el coraje de aplicar la fórmula: “pereat homo ut fiat Su­per­homo”, muera el hombre para que surja el Superhombre. Mas como en su tiempo muchos eran reacios a admitir que el Reino de los Infiernos padece violencia, Nietzsche clamaba desde lo más profundo: “¡Ven Señor Anti­jesús!”, convencido de que sólo el Inicuo acabaría con la pusilanimidad evangélica, tan dañosa para la vida.

Este profeta del Anticristo no pudo dar forma acabada a su men­saje pues la locura le impidió conservar el rigor del discurso; sin embargo, su ardiente súplica fue escuchada por Aquél a quien Darwin había reco­nocido como inspirador de su Evangelio, y el Señor Antijesús vino en la persona de un ex mona­guillo de Braunau, Adolf Hitler, quien encon­tró tan seductor el mensaje de Nietzsche que se propuso llevarlo a la práctica, después de haber introducido algunas reformas en el ideario de su maestro, cuyos ata­ques a los alemanes y al Estado prusiano convenía pasar bajo silencio.

Con gran perspicacia Adolf descubrió que en nuestro evolucio­nado mundo más vale tener vocación de cacique que de indio raso, pues el tra­to dispensado a los coleros no suele ser amable; a continua­ción decidió que únicamente los arios tenían aptitud para acceder al plano del Archi-super-mono y, sin decir: “¡agua va!”, comenzó a aplicar el “pe­reat homo” a las “razas inferiores”, con tanto éxito que durante un tiempo prevaleció la opinión de que el mundo se convertiría en un Zoológico cuyos guardias y directores serían los violentos hijos de Odín. Mas la cambiante Fortuna presto abate a quienes se exal­tan, y al cabo de pocos años se in­virtieron los papeles, de modo que los alema­nes, darwinizados por rusos, yanquis e ingleses, experimentaron la triste suerte del que va por lana y vuelve trasquilado.

Cuando termi­nó la bárbara contienda para determinar quién quedaría dentro del Zoológico y quién tendría abierto el camino del éxi­to, la humanidad debió dar de baja a decenas de millones de socios, y lo más extraño es que la ideología de los principales beligerantes, Stalin, Hitler y los usureros de New York y Londres ‒quienes entre bambalinas habían orquestado no sólo ésta, sino también muchas otras tragedias, y continúan haciéndolo‒, hundía sus raíces en el ubérrimo campo de la especulación darwiniana.

Más que en cualquier otro ámbito, la nueva doctrina mostró su cualidad revolucionaria en el pensamiento teológico: al principio la Iglesia opuso un rechazo total a la evolución pues “la no aceptación de una fuerza creadora” significaba la ruina de la Fe. Pero esa opo­sición fue disminuyendo pues los científicos hablaban del transfor­mismo como de cosa probada y nadie quería tener un nuevo caso Galileo. Un gran número de supuestos teólogos cedieron y, curiosamente, ello condujo a la proliferación de “casos Galileo”, pues una vez más la Revelación quedaba encadenada a un modelo hipotético sobre el mundo físico, una pura elaboración humana.

Esto fue decisivo para la aparición y el afianzamiento de la herejía moder­nista, que ha inficionado la Iglesia durante un siglo: el Universo tiene en sí mismo su explicación, y la vida es el resultado de “un es­fuerzo intramundano e intracósmico”[25].

“La herejía de hoy en día

Se cortó cuernos y cola,

Con las armas prepotentes

Santas palabras arbola”[26].

El más conocido impulsor de esta adulteración es Teilhard de Chardin, quien formuló una “nueva religión semi-panteísta y semi-humanitaria-progresista e idolátrica (es «Modernismo» puro) que éste predica (con indudable fuerza, no hay cómo negarlo: «in potestate Satanae») para poner en su cima lo que él llama «el Cristo Universal», un fantasma de un Cristo sincrético de todas las religiones, y despojado de su dignidad trascendente, y sobre todo de su Segunda Venida, piedra de toque infalible de todas las herejías contemporáneas”[27].

Si el Universo tiene en sí mismo su explicación, “entonces cambia la actitud del hombre con respecto a Dios, que deja de ser visto como el Creador, Se­ñor y Dueño”[28], y recién aparece al final del proce­­so evolutivo; por lo cual es verdaderamente cristiano quien se arroja al mundo y prepara el advenimiento del Reino de Dios mediante le fidelidad al “sentido de la Historia”, olvidando que la Historia tiene mano y contramano, porque en ella crecen el trigo y la cizaña.

Su “Himno a la Materia” es una joya de lo que Ernst Bloch llamó “aristotelismo de izquierda” (la potencia es anterior al acto, todo lo demás queda igual…):

“Bendita seas, poderosa Materia, evolución irresistible, realidad siempre naciente, tú que haces estallar en cada momento nuestros esquemas y nos obligas a buscar cada vez más lejos la verdad.

“Bendita seas, universal Materia, duración sin límites, éter sin orillas, triple abismo de las estrellas, de los átomos y de las generaciones, tú que desbordas y disuelves nuestras estrechas medidas y nos revelas las dimensiones de Dios. […]

“¡Arrebátame, Materia, allá arriba, mediante el esfuerzo, la separación y la muerte; arrebátame allí donde al fin sea posible abrazar castamente al Universo!”[29].

Aunque la ciencia nace de la admiración, no se reduce a la emotividad, sino que es un conocimiento sistemático y riguroso de las cosas por las causas; y aquí le aprieta el zapato a Teilhard:

“En lugar de decir palmariamente: «Nuestro Dios es un dios que se hace», Teilhard amontona «la Cristogénesis, la centreidad, la morfología, la superconciencia, el punto Omega, el espaciotiempo de forma cónica, la noósfera y cien más». Así, que te entienda Vargas… Todos éstos son oradores, no hombres de ciencia. No es hombre de ciencia Telar Chardón, pues no sabe exponer claro, conciso y consistente, sin anfibologías; cosa que confiesa el mismo Luzzi[30]. No es hombre de ciencia teológica: ahora, de ciencia paleontológica… tampoco”[31].

“El punto principal es que Chardin no se ocupa de la salvación eterna; creo que ni una vez la nombra. De la salvación eterna del individuo en particular (no existe otra), de la mía, como si dijéramos: la deja a un lado, la preterpasa, la olvida, la volatiliza… Chardin se contenta con salvar al Hombre en general; y el Hombre en general no existe”[32].

Jacques Monod, Premio Nobel y uno de los fundadores de la Biología Molecular, rechazó la “Filosofía Biológica” de Teilhard por la “falta de rigor científico y de austeridad intelectual. Veo, sobre todo, una sistemática complacencia en querer conciliar, transigir a cualquier precio. Quizá, después de todo, Teilhard no deja de ser miembro de una orden de la que, tres siglos antes, Pascal atacaba el laxismo teológico”[33].

Otro nombre relevante de la heterodoxia actual es Karl Rahner. Anula la Creación y Redención como actos gratuitos del excesivo amor de Dios y los convierte en fases necesarias de un proceso de autorrealización del Absoluto.

“En el ensayo […] La Cristología en una Concepción Evolutiva del Mundo, Rahner contiende probar que […] Dios creó al mundo para darse y se dio (infinitamente) en la Unión Hipostática de Cristo. […] Dios es quien impulsa desde adentro esta inmensa y «effrayante» elevación del átomo de hidrógeno al Absoluto. Ésta es la manera como la Cristología y el dogma cristiano pueden conciliarse con la Cccccciencia Mmmmmoderna…

“Lo primero que uno observa es que el Darwinismo («el origen animal del hombre» dice explícitamente Rahner) está asumido como un hecho irrefragable; más aún, como un dogma científico que ha de ser presupuesto; así como el teólogo presupone la existencia de Dios o la Trinidad. Una cosa es que esa Creación permanente y progresiva sea posible (y San Agustín lo concedió en cierto modo con sus «rationes seminales») y otra que sea un hecho. Cuando esté demostrado científicamente tal hipotético hecho, entonces entraría para el teólogo la tarea de conciliarlo con la Revelación; pero no está demostrado y creemos que nunca lo estará. “Could be, but why ought be”, dice el inglés Belloc.

“Pudiera ser, pero: ¿de dónde saca usted que es?

“La segunda observación es que la natura humana tiene en sí la raíz de su elevación a la gracia y a la gloria; y la de Cristo a la de la Unión Hipostática, a la cual por ende deviene por evolución, entonces tiene que haber un cambio en la natura divina y en la natura humana del Verbo al unirse: tesis condenada por la Iglesia, si no me equivoco, en la primera «Action» de Maurice Blondel. Rahner afirma explicite que ese cambio se da”[34].

La escritora alemana Luise Rinser publicó parte de la correspondencia que mantuvo con Rahner[35] desde 20-II-62 hasta 23-III-84. La edición de las 1.847 cartas que el teólogo más influyente del Concilio Vaticano II escribió a la Rinser ha sido prohibida por la Compañía de Jesús; sin embargo, el contenido de tales cartas se refleja en las de la escritora, que por ello resultan muy útiles para entender mejor la “Teología” de Rahner.

El 17-IV-62 K. R. escribe a la Rinser que viaja a Roma como consejero oficial del Cardenal König, de Viena. Doce días después L. R. escribe a Rahner: “Desde mi conversación con Martín Buber[36] tengo una dificultad: Pienso que Dios siempre se revela de un modo nuevo a cada pueblo y a cada hombre, tal como cada caso lo exige. Y por ello pregunto: ¿Qué derecho tenemos nosotros los cristianos a sostener que conocemos la Verdad? ¿No nos basta con que Dios nos haya revelado muchas cosas por medio de Cristo? ¿El Cristianismo es la forma más elevada (hasta ahora) de la revelación divina? ¿Qué seguridad tenemos de ello? ¿No opinas que un día Dios se puede revelar más claramente en una nueva religión? ¿Es el Cristianismo la última de las revelaciones antes del fin de los tiempos?”[37].

El 11-V-65: “¿Sabes qué característica tuya me resulta más difícil? Que tú eres un «relativista». Desde que he aprendido a pensar como tú, ya no me atrevo a afirmar algo con seguridad (y aunque lo haga en los hechos, sin embargo, no deja de roer el gusano del escepticismo)”[38].

El 2-VII-68 la Rinser comunica a K. R. que ella ha participado de un curso de “Mundo Mejor”[39]. La Misa fue concelebrada por 30 sacerdotes y el predicador tomó la frase de Nicolás de Flühe: “Quítame cuanto me impide ir a Ti” y explanó su sentido: “Quítame cuanto me impide ir a los hombres”[40].

Chesterton enseñó con insistencia que la «hermandad» entre los hombres es un concepto estéril si no entronca con el amor de Dios, pero aquí resulta empresa ardua distinguir entre Dios y la Humanidad impulsada hacia la auto-trascendencia.

En la última carta (30-III-94), escrita en el décimo aniversario de la muerte de K. R., la Rinser se permite la inconsecuencia de evocarlo como persona, porque ella no cree en la supervivencia personal[41]. Suponemos que Rahner (o su residuo impersonal) no se ha disgustado por esto, pues su doctrina transforma a Dios en un desarrollo impersonal en el que no hay forma de evitar el panteísmo.

Es común decir que a una persona el árbol le impide ver el bosque, pero, según Chesterton, hoy sucede al revés: el pensamiento moderno niega que el bosque esté compuesto de árboles y convierte la realidad en un proceso que fagocita la existencia particular para absorber las cosas en una unidad superior, “la substancia espiritual única de todos los hombres”, en la que tanto insistió Bulgakov[42].

“Si toda la vida constituye una unidad, queda todavía por resolver la cuestión de qué clase de vida y de unidad se trata. […] Si un hombre sólo puede verse como uno con toda la vida de la naturaleza, podemos dudar de que ese ideal de humanidad sea puramente humanitario. […] Profesa ofrecernos la inmensidad de todo, pero en verdad nos ofrece la inmensidad de Nada. En ese mundo no hay formas definidas ni tampoco doctrinas definidas. […] Puede haber humanitarismo, pero no hay humanidad –por lo menos no hay seres humanos”[43].

“Un brillante y distinguido hindú me dijo que el problema del mundo es unificar todas las cosas; que aquello en lo que las cosas difieren es indiferente, y que sólo aquellos aspectos en los que coinciden son sólidos. No le pude explicar que el problema del cristiano no es solamente unir las cosas, sino unir la unión y desunión. Las diferencias no son indiferentes, y el problema es permitirles diferir mientras concuerdan”[44].

Por ello Chesterton decía que cuando escuchaba hablar del Grand-Être, “el mito paródico del Hombre, yo querría descomponer nuevamente ese Hombre en hombres”[45].

La Rinser sabe que sus afirmaciones suenan a herejía, pero en todo esto ve un anticipo de la Religión y la Santidad de la “Nueva Era”[46], la Religión por la que bregó Karl Rahner: “Él me condujo a una religión universal, en la que también hay lugar para el Cristianismo[47]. Profeta del Anticristo, al igual que Teilhard.

IV – La Ontomaquia

Los científicos han disputado tenazmente quién debe ocupar el pri­mer lugar en los anales del evolucionismo, Lamarck o Darwin. Según nues­tro parecer, esta confrontación nace de un espíritu mezquino que desatiende las grandes coincidencias y cede a la animosi­dad a causa de los pequeños desacuerdos.

Sabemos que ambos aspirantes a la primera línea en la carrera del evolucionismo “carecían del órgano de percepción de jirafas”. Otra coincidencia entre los Padres del evolucionismo es la mala suerte[48]: sólo a ésta podemos atribuir que el “Evangelio de Sata­nás” haya sido destripado por Gregor Mendel, biólogo aficionado y con­vencido creyente en el “otro” Evangelio. Mendel fue un monje de Brühn, que entonces (1865) era parte de Austria. Sus ex­perimentos en el huerto de la Abadía lo llevaron a descubrir las le­yes de la heren­cia y pudo así constatar que la transmisión del código genético no es afectada por aquellos principios que La­marck y Darwin habían seña­lado como causas de las tr­ansformaciones espe­cíficas. Las modificaciones en la descendencia tienen relación con las distin­tas combi­na­ciones de los ge­nes, “absolutamente rea­cios a la inno­vación e indi­fe­ren­tes al ambien­te”[49].

Las leyes de Mendel son la base de la Genética, y sin embargo per­manecieron enterradas durante treinta y cinco años. La razón de este silencio “es que él descubrió la persistencia de los determinan­tes gené­ticos detrás de la apariencia de variabilidad, en un siglo en el cual triunfaban el cambio y la transformación. Mendel tuvo corres­pondencia con Nageli, un gran botánico evolucionista y, como escribe L. Eiseley, fue traicionado. […] Sólo la crisis del evolucionismo a fines del siglo XIX reabrió el camino a aquél que había sido el más grande experimenta­dor del siglo”[50].

En otros tiempos la fe tenía por objeto lo que no se veía mas cuya existencia se aceptaba por la autoridad de un testigo; el progreso del espíritu, empero, ha invertido el nexo entre el pensamiento y la visión, y ahora sólo se admite la realidad de lo que concuerda con la ideología. Los griegos, realistas, llamaban “skiamaquía” (lucha contra una sombra) al fatigarse en vano. El subjetivismo filosófico, del que nace la “Ccccciencia Mmmmoderna”, combate no con sombras sino con las cosas reales (tà ónta), y a tal ontomaquia se aplica el proverbio: “Las dos terceras partes de lo que vemos están detrás de nuestros ojos”.

Si en el amor y en la guerra todo está permitido, el éxito feliz de esta contienda para encajar la realidad en el molde evolucionista exigía una teresiana “determinada determinación” de no hacer ascos a medio alguno que resultara funcional para el triunfo de “la causa”. Teilhard de Chardin tomó parte, primero, en el fraude de Piltdown, realizado entre 1908 y 1915; y luego, en el de Chou-kou-tien, entre 1922 y 1933. Leakey y Lewin dicen que estos delitos prueban la “indecente vehemencia con que los cien­tíficos aceptan lo que desean creer. Debido a que las teorías en ar­queología se construyen a menudo con datos relativamente escasos, en este terreno el peligro […] es particularmente agudo”[51]. Esto dio pie al epigrama de Chester­ton: el evolucionista con su hueso ha llegado a ser tan peligroso como el perro con el suyo.

Aunque las falsificaciones son innumerables, los máximos logros del “todo está permitido” deben ser adjudicados al vienés Paul Kamme­rer y al soviético Trofim Lysenko. La historia del primero fue narra­da por A. Koestler en El Caso del Sapo Partero: la especie de sapos conocida como “alytes obstetricans” (sapo partero) se aparea en la tierra y carece de almohadillas en las palmas de las manos que permi­ten al macho sujetar a la hembra cuando la copulación se realiza en el agua. “Kammerer incitó a los ejemplares de alytes a aparearse en el agua durante varias genera­ciones hasta que llegaron a desarrollar­se ‒eso dijo él‒ almohadillas nupciales. El desastre sobrevino en l926 cuando G. K. Noble, Director de la sección reptiles del Museo Americano de Historia Natural, visitó el Instituto de Viena y anunció que el ejemplar de alytes era falso. Noble demostró que las manos del sapo habían sido inyectadas con tinta chi­na. […] Seis semanas más tar­de, Kammerer se suicidaba, sin haber terminado su gran libro sobre la transformación de las especies”[52].

Taylor piensa que una falsificación tan burda es inconcebible ya que el trabajo del vienés gozaba de mucho prestigio en la Unión So­viéti­ca, y se pregunta si algún nazi no habría actuado en la sombra para de­sacreditar esas experiencias. Como nos movemos en el plano de las hipó­tesis, debemos andar con cautela. Tal vez los servicios se­cretos del Führer hayan fabricado sapos resistentes a la evolución, pero también podría ser que el influjo tenebroso sospechado por el científico inglés en este caso sea el de la oscuridad que persigue a los ene­migos de Dios y los hace andar a tientas al medio­día como si fuera de noche[53]. Vayamos ahora al caso del “nazi” Tro­fim Lysenko.

Tovarich Trofim era el crédito del evolucionismo comunista y había adoptado como punto de partida de su tarea científica el recha­zo de las leyes de Mendel, que consideraba un sistema de “predestina­ción heredita­ria”; uno de sus colaboradores decretó la abolición de las hormonas. Aquí nos resulta difícil ver la mano de la quinta columna nazi; es más probable que el abolicionista haya sido un agente de la Inquisición Española. Continuemos: Lysenko llegó a tener en sus manos la política agraria de la Unión Soviética y prometió aumentar extraordinariamente la pro­ducción de alimen­tos.

Para tener una idea de sus proyectos e innovaciones, con­sideremos su propuesta revolucionaria sobre la reproducción bovina:

“Lysenko estaba convencido de que el óvulo fer­tilizado no se desarrolla de acuerdo con los principios de Mendel, sino en la forma en que la cé­lula del óvulo considera más provechosa para ella. Así, si un toro gran­de, con genes aptos para producir mu­cha grasa, se cruza con una vaca pequeña, el contenido en grasa de la cría seguirá siendo pequeño, porque el óvulo comprende que una vaca pequeña va a tener muchas dificultades para dar a luz un ternero gra­nde. Mas si un toro pequeño se cruza con una vaca grande, entonces el óvulo ya no tiene de qué preocuparse. Por tanto, aconsejaba que los cruces se hicieran de esa manera”[54].

El camarada Trofim se mantuvo durante largos años en la cresta de la ola, desde 1928, cuando conmovió al mundo presentado como suyo un hallazgo sobre el trigo de invierno (que en realidad había sido efectua­do por el yanqui J. H. Klippart en l857), hasta 1965, año de su destitu­ción. Su método para tener éxito en la vida era harto sen­cillo: “en lu­gar de probar sus afirmaciones con sus experimentos, envió cuestionarios a cincuenta granjas colectivas, preguntando si la hibernación había me­jorado las cosechas. Los directores, tal como era su deber, contestaron que sí lo había hecho. Por supuesto, el total del trigo recogido seguía siendo el mismo, pero nadie lo tuvo en cue­nta. Lysenko iba a emplear esta clase de prueba una y otra vez. Se erigieron monumentos en su ho­nor, se vendieron bustos suyos, y hasta se escribieron himnos. Se le llamaba Profesor, aunque no había ense­ñado en su vida. Fue nombrado Hé­roe de la Unión Soviética”[55].

Si bien la obediencia estricta hizo que muchos “científicos” del Partido defendiesen las doctrinas del Zar de la Biología (en­tre ellos Manuel Sadosky, Zar local de “Ciencia y Técnica” duran­te el Alfonsinato), no pocos genetistas rusos se opusieron a este energúmeno y lo pagaron muy caro: en 1940 hizo que fuera detenido N. I. Vavilov, “hombre de extraordinaria energía y de conocimientos muy amplios”. El arresto de Vavilov fue seguido por el de varios colegas suyos, algunos de los cuales murieron en la cárcel. El juicio contra Vavilov se celebró en 194l: en él se lo acusó, no sólo de sabotaje a la agricultura, sino de formar parte de una conspiración derechis­ta. […] Después de pasar casi un año en una celda subterránea de conde­nados a muerte, se le conmutó la pena por diez años de prisión. Fue trasladado a una cárcel de Saratov, y murió allí de desnutrición, en 1943. Doce años después fue rehabilita­do”[56].

La genialidad de Lysenko fue una verdadera maldición para el pueblo ruso, que debió padecer hambrunas terribles a causa del fracaso sistemático de los planes agrícolas. También en esta oportu­nidad los servicios secretos del Tercer Reich dieron una prueba más de efica­cia letal.

Alrededor de 1930 surgió el neodarwinismo o teoría sintética, que intentaba el salvataje del evolucionismo; sus principales figuras eran J. Huxley, Dobzhansky, Simpson, Mayr y otros. Afirmaban que la transfor­mación específica se había producido de modo lento y sosteni­do por acu­mulación de pequeños cambios. “El neodarwinismo se convirtió en el código oficial de todo buen evolucionista. […] En 1967 hay una primera manifesta­ción de crisis. Algunos matemáticos ponen en duda que haya habido tiempo suficiente para que se diera tal evolución según las ideas de los neo­darwinistas. Desde entonces las objeciones matemáticas no han cesa­do”[57]. Si la marcha de la naturaleza hubiese sido regida únicamente por el azar, un pequeño cambio habría requeri­do mil millones de años, y en tal caso las eras geológicas resultan fugaces con respecto al tiempo necesario para la aparición fortuita de los seres orgánicos.

Con todo, no es ésta la principal dificultad: la idea mis­ma de los pequeños cambios como expli­cación última de la transforma­ción específica es insostenible: “No se puede razonablemente pensar que una pata puede cambiarse en ala pasando por estadios intermedios en los que no sería ni una ni otra. […] Louis Vialleton utilizaba una comparación feliz: un motor de vapor y uno de explosión tienen, en lo fundamental, las mismas piezas, pero es imposi­ble poner intermedia­rios entre ellos. […] El eterno escollo del evolucio­nismo es que no hay intermediarios posibles, y seleccionables como ven­tajosos, entre la ausencia de un órgano y un nuevo órgano. Hay que admi­tir la aparición repentina de nuevos órganos, si no perfectos, por lo menos, funciona­les”[58].

Además, el testimonio de los registros fósiles prueba la estabilidad y la emergencia súbita de las especies ya totalmente formadas, contra las explicaciones de los neodarwinistas.

Una vez más el evolucionismo se hallaba urgentemente necesitado de auxilio, y ello dio ocasión para que Niles Eldredge y Stephen Jay Gould, famoso por sus investigaciones sobre los caracoles en las Ba­hamas, hi­cieran conocer en 1972 su hipótesis de la evolución por cam­bios bruscos, denominada “saltacionismo” o “puntuacionismo”, que permite dar cuen­ta de la ausencia de formas intermedias en los estratos fósiles y neu­tralizar las objeciones al neodarwinismo. Mas esta teoría tiene un pequeño inconveniente: no se la puede comprobar ni refutar, pues tal apa­rición repentina en absoluto respalda la doctri­na saltacionista como la única explicación posible; antes bien, ese tes­timonio de los registros geológicos depo­ne fuertemente en favor del creacionismo. “Gould y Eldredge parecen haberse asegurado un puesto en la historia del darwinismo”, comenta Artigas[59].

Les está reservado el sitial de quienes han inventado la pólvora, pues la pretensión de convertir el pensamiento en un puro arte de birlibirloque no nació en l972: muchos siglos antes que Gould, Eldredge, Darwin y Lamarck los sofistas se las habían arreglado para manejar la argumentación de tal modo que pudieran probar cualquier cosa sin que evi­dencia alguna fuese capaz de convencerlos. Mas no tenemos dificultad en reconocer que ese intento de dar a las ideas vida independiente de la luz del ser nuca como hoy ha tenido el campo tan libre para hacer su juego.

V – Una Complicación tras Otra

Después de haber observado a vuelo de pájaro la historia del transformismo debemos concluir que la evolución es un hecho: cual­quiera puede comprobar que las hipótesis evolucionistas evolucionan con la ve­locidad y el empuje que Napoleón sabía imprimir a sus ejér­citos enarde­cidos por el ideal revolucionario. Este constante surgi­miento y derrumbe de teorías no debe alarmarnos ni debilitar nuestra fe naturalista, dice Gould: la caída de las manzanas de los árboles dio origen a la teoría de Newton sobre la gravitación universal, superada luego por la de relati­vidad general. “Pero las manzanas no se detenían a medio camino en el aire mientras los físicos discutían la cuestión”[60].

Es verdad que las manza­nas, obedientes a la ley de gravedad o a la de relatividad, no dejan de caer; pero, y éste es el quid del asunto, ¿de dónde caen sino de los manzanos? ¿Por qué no caen de los naranjos, robles o cedros del Líbano, como lo exige el nuevo credo? Si el evolucionismo está en crisis ello se debe sobre todo a que esta teoría no es una teoría, pues tal palabra significa la visión de algo que llena de asombro. Y cuando se trata de encontrar en la realidad algo que responda a estas elucu­braciones, sus partidarios nos invitan a dirigir la mirada al vació, ya que nada evoluciona ni hay prueba de que algo jamás haya evolucionado: “Ninguno ha observado jamás verificarse un fenómeno tal”[61].

Y aquí podemos volver a examinar aquel fenómeno que resultó inspi­rador para Darwin: en el curso de pocos miles de años han apare­cido  una gran cantidad de razas caninas, sin embargo no se puede proceder al in­finito en la variación, porque llega un momento en que se toca el fondo genético: “En la selección natural, asistimos, por lo general, a una variación bastante rápida de los caracteres desea­dos, pero al cabo de pocas generaciones se agota el potencial de res­puestas y no se observan más cambios”[62].

El biólogo y etólogo Rémy Chauvin, profesor de la Sorbo­­na, no tiene empacho en manifestar su rechazo total del neodarwinismo: “El animal favorito de los genetis­tas que sostienen la evolución por selección natural es la drosófi­la, y ella ha sido hallada prácticamente idéntica a su condición ac­tual en el ámbar del Báltico. El ámbar es la resina fósil de pinos, y la mosca quedó atrapada en ella 50 millones de años atrás. Es la mis­ma mosca que la hoy existente, y sin embargo este tipo de animal muta con suma facilidad. Y hay más: la tierra cuenta con un número elevado de animales pancrónicos, especies que parecen haber escapado al tiem­po pues han perdurado sin cambios durante centenares de millones de años… Es una cuestión de buen sentido, pero en el campo de las cien­cias, al igual que en otros ámbitos, los prejuicios son más fuertes que el buen sentido”[63]. Las especies no son modos y momentos de un desarrollo interminable; cada una de ellas se muestra como una franja dentro de la cual hay variaciones, pero cuyos límites son intraspasa­bles.

Mas esta dificultad no es la única que hace tambalear a la nue­va religión laica. La resistencia de la realidad a la luz con que pretende iluminarla “esta filosofía de la vida en sí […] que salva la distancia entre fe y razón como ninguna otra teoría lo ha hecho”[64], da origen a una larga, interminable serie de enigmas y rompecabezas.

Los ateólogos materialistas olvidan que una religión, sobre todo cuando intenta desplazar a otra, debe dar respuesta más clara y pro­funda a las preguntas fundamentales. Esto lo había advertido Mao: “Sólo se destruye lo que se sustituye”. Y los darwinistas también nos invitan a mirar el vacío cuando se trata de esclarecer la cuestión que la Sagrada Escritura resuelve en su primer versículo: “Al princi­pio creó Dios el cielo y la tierra”.

La conocida hipótesis del Big Bang o explosión de una masa inicial que habría contenido toda la materia y energía, a par­tir de la cual el Universo habría comenzado a expandirse, supone la rea­lidad corporal ya existente: ¿cuál es su origen? Las disciplinas expe­rimentales son del todo incapaces de dar respuesta a tal pregunta porque ellas estudian el “funcionamiento” del mundo (para utilizar un vocablo que simplifica la naturaleza de las ciencias empíricas), pero son ciegas con respecto a la existencia, y entonces no pueden afirmar ni negar que el Universo dependa de una Causa Primera del ser. Sirva como ejemplo la explicación del Dr. Ma­rio Castagnino: en el artículo “El Uni­verso Salió de la Na­da”[65], divulga la teoría de S. Hawking, según la cual en el origen había un falso vacío cuántico o campo de fuerzas del que proceden todas las estructuras materiales.

¿Cómo aparecieron tales fuerzas y las leyes que las rigen? Esta cuestión no puede ser respondida por la Física, admite Paul Davies[66]. J. B. Mondin da la razón de ello: “La ciencia mira el gran es­pectáculo de la naturaleza con la intención de descubrir la admirable trama de sus leyes, de analizar los varios elementos que la componen y de reconstruir fielmente su larguísima historia. Pero el espectáculo de la naturaleza, la ciencia lo mira, admira y estudia tal como se mani­fiesta inmediatamente, como si fuera completo en sí mismo. […] La actitud que asume el metafísico frente al mundo es total­mente diversa: él lo ve como contingente… la tarea que le espera al metafísico no está en mi­rar las cosas (como hace el científico) sino detrás, más allá (metá, en griego) de las cosas[67]. Tal es el segun­do agujero negro que el sentido común descubre en la nueva fe. Veamos el tercero.

“Los materiales básicos del viviente son moléculas complejas, llamadas orgánicas, que no se encuentran en la materia inanimada. Ahora bien, ¿de dónde viene la vida? Como la intervención de Dios se encuentra excluida por principio, y la generación espontánea, cara a Aristóteles y a Virgilio, se derrumbó bajo los golpes de Pasteur, entonces nuestros materialistas deben sostener que la vida ha brotado espontáneamente de la materia”[68].

“En 1872, E. Haeckel escribía que si no se admite la generación espontánea (Urzeugung) habría que conceder el milagro de una creación sobrenatural de los seres vivos”[69], y para excluir esa abusiva in­jerencia del Señor en el mundo, el último siglo ha visto una can­tidad de esfuerzos para dar una explicación anticreacionista del sur­gimiento de la vida.

La teoría de la evolución química, sostenida entre otros por el soviético Oparin, afirma que los primeros vivien­tes aparecieron por ge­neración espontánea como consecuencia de proce­sos no vitales y fortui­tos. “Resultaría que varias y simples molécu­las orgánicas, en un ambien­te acuoso y en presencia de una atmósfera rica en hidrógeno, se combina­ron para formar moléculas más complejas, las cuales se difundieron en gran cantidad en las aguas que recubrían la corteza primitiva. Estas moléculas habrían sufrido un muy largo proceso de evolución química [… al final del cual] tomaron forma las primeras protocélulas vivien­tes”[70].

Ante todo, hay que decir que esta hipótesis no nos remite a la ob­servación: ya se dijo que es cuestión de fe. En se­gundo lugar, “todas las suposiciones sobre las cuales se fundamenta esta teoría, están sujetas a graves críticas”[71]. Limitémonos a exponer las principales dificultades.

Según los transformistas, el proceso comenzó en la atmósfera, mas “no existe ningún elemento de esa supuesta atmósfera inicial que no sea cuestionado por alguna autoridad en la materia”[72]. Por otra parte, nadie sabe qué fuente suministró la energía indispensable para estas reaccio­nes químicas, pues ni la luz solar, ni las descargas eléctricas pudieron proporcionar una cantidad suficiente de energía.

Y aunque las des­cargas eléctricas a través de los gases atmosfé­ricos hubiesen formado moléculas orgánicas, “el ritmo de destrucción de tales moléculas habría sido un millón de veces más intenso que el de su forma­ción”[73].   Los aminoácidos son un tipo elemental de molécula orgánica. Las proteínas constan de aminoácidos, por ejemplo: 500 o 600 aminoácidos encadenados. ¿Cómo hicieron los aminoácidos para evitar la hecatombe?

Los cien­tíficos evolucionistas responden: “dejaron la atmósfera y busca­ron refu­gio en el mar”. Pero esto no simplifica las cosas: “El Dr. Hull […] con­cluye que la concentración de glicina (el más sencillo de los aminoáci­dos) en el mar primitivo habría sido absolutamente irri­soria y ello ha­bría impedido cualquier reacción química ulte­rior”[74]. Y no debemos olvi­­dar que la reacción química que permite pasar de las moléculas orgánicas simples a las más complejas no pue­de llevarse a cabo en el agua…  Ni se sabe de dónde salió la energía que hizo posible estas nuevas reaccio­nes.

La generación espontánea de la vida a partir de los cuerpos ina­ni­mados contradice la segunda ley de la Termodinámica o principio de en­tropía: el resultado del libre juego de las energías físico-quími­cas es el aumento del desorden. Este principio se manifiesta constante: si alguien deja el auto en la calle y lo vuelve a buscar después de varios meses, encontrará que la aplicación de las fuerzas naturales ha producido des­gaste. “Quien quiera tener una casa blanca, no la debe dejar blanca. Si la deja blanca en nuestra atmósfera, pronto la casa estará negra. […] El hombre debe actuar constantemente para resis­tir la degradación natural; si uno no reforma una cosa, la Naturaleza la deformará”[75]. ¡Y los evolucionistas aseguran que el resultado de la actividad espontánea de las sustancias inorgánicas es el orden infinitamente complejo de los vivientes!

Por fin, todas las moléculas orgánicas son ópticamente activas: hacen rotar el plano de la luz polarizada. La luz avanza con movi­miento oscilatorio; polarizarla es (una vez más simplificamos) restrin­gir la oscilación a una sola dirección. Cuando la luz polari­zada atra­viesa un medio en el cual se ha diluido una proteína, esa luz es desvia­da casi siempre hacia la izquierda, y en algunos pocos casos hacia la derecha. Pero las reacciones físico químicas jamás producen en forma espontánea un compuesta ópticamente activo. Para que llegue a suceder tal cosa en un laboratorio, la reacción debe ser forzada, dirigida[76].

Con manga excesivamente ancha, Artigas calcula que las posibili­da­des de que las enzimas necesarias para la vida se formasen por mez­clas químicas accidentales “serían semejantes a las de obtener una serie se­guida de 50.000 seises con un dado no trucado”[77]. La “Ur­zeu­gung” más que nuestra fe parece reclamar nuestra superstición.

Por ello Francis Crick, uno de los descubridores del ADN, el astrónomo Fred Hoyle y otros buscaron el origen de la vida en el es­pacio exterior desde donde habría llegado a nuestro planeta, en una nave espa­cial, según Crick, o transportada por meteoros, en la opi­nión de Hoyle. Mas tales hipótesis están lejos de ser convincentes pues si toma­mos en cuenta las temperaturas elevadísimas, la eficacia des­tructiva de las radia­ciones y un sinfín de factores adversos que in­fluyen en los espacios interestelares e intergalácticos, entonces la siembra extraterrestre de vida en nuestro planeta no parece probable. Y, sobre todo, la solución de Crick y de Hoyle ni siquiera es una so­lución: olvida decirnos cómo se originó la vida en el espacio. Mas que un traslado de formas vivientes por cohetes o meteoros, se trata de un traslado del problema, y por ello, si nos contentamos con sus razones, la aparición de la vida es literalmente un hecho arbi­trario caído del cielo.

Consideremos ahora las dificultades que plantea la especiación. Hija del Azar y del Misterio, ya tenemos a Doña Vida instalada en nues­tro planeta. Nadie podrá negar que la Señora es mujer de suerte, porque su más que milagrosa aparición es sólo el primer éxito de una larga se­rie de logros estupendos. La teoría de la evolución ascen­dente sostiene que la naturaleza está recorrida por un dinamismo insuprimible que la arroja más allá de las formas vivientes ya produ­cidas para inven­tar nuevas especies, permaneciendo idéntica a sí misma a lo largo del proceso.

Como este lenguaje es excesivamente abstruso, para facilitar su comprensión podríamos representar ese dinamismo como una mágica galera de la que salen no sólo el conejo y la paloma, sino también todas las otras especies vegetales y anima­les, y por fin, triunfalmente, el mismo mago, ya que el hombre es (hasta ahora) el último eslabón de la extraor­dinaria cadena que tuvo sus modestos comienzos con la bacteria, el virus y la ameba. Si para explicar el tránsito de lo inorgánico a la vida exi­gíamos que el dado no estuviera trucado, ahora debemos confesar que el truco es el meo­llo del asunto pues el embrujo de la galera evolutiva es tal que, comparativamente, nos hace ver a Houdini y a David Ratto[78] como torpes aprendices a quienes más habría valido dedicarse a despanzurrar te­rrones y plantar papas.

Pero en este proceso la inteligencia percibe un no sé qué que queda balbuciendo, incapaz de dar su aceptación a tales razones. La metafísica enseña que lo más no puede salir de lo me­nos, pero gracias a Dios (al Dinamismo de la Naturaleza), esta clase de argumentos no hace mella en los científicos, así que nos mantendremos en el plano empírico: si cada especie es un hito que la evolución deja atrás para tender hacia nuevas formas de vida, ¿cómo explicar que “en los casi 350.000.000 de años que van desde el Carbonífero al período actual no se encuentre ninguna clase nue­va?”[79].

Además, si las especies no fuesen estáticas, sino que unas se hubie­sen transformado en otras, los distintos estratos geológicos tendrían que estar rebosantes de formas intermedias. Pero tales ani­llos de conjun­ción jamás aparecen. En 1872 Darwin confesaba: “Verda­deramente inmenso debe ser el número de las variedades intermedias que antiguamente exis­tieron sobre la Tierra. ¿Por qué entonces cada formación geológica y cada estrato no están llenos de estas uniones intermedias? Cierto es que la Geología no revela una cadena orgánica perfectamente graduada y ésta es, quizás, la más obvia y seria obje­ción que se puede hacer a mi teo­ría”[80].

Las cosas no han mejorado de 1872 a nuestros días, al contra­rio, porque hoy asistimos a una guerra abierta entre paleontólogos y genetis­tas, ya que éstos consideran arbitrarias todas las evaluaciones de los fósiles. “Ellos (los pa­leontólogos) nunca saben dónde situar sus fósiles en los árboles fi­logénicos. Los huesos no salen de la tierra con el nom­bre de su espe­cie escrito con todas las letras… Los paleontólogos ya no son los únicos manipuladores del tiempo, admitió Yves Coppens. Aboca­dos a sus arduas tareas ven con rencor cómo los genetistas hacen malaba­rismos con miles de miles de años tranquilamente sentados en sus labora­to­rios”[81].

Vale la pena dar una ojeada a este tipo sedentario de malabaris­mo cronológico, al que nos referimos al mencionar el hallazgo de Mendel, pero que ahora exponemos más detalladamente. A fines de los año 50 los evolucionistas se volvieron hacia la Biología Molecular, convencidos de que el microscopio electr­ónico lle­varía a dar con las tan deseadas pruebas de la transi­ción de una especie a otra. Al cabo de un tiempo, el Premio Nobel Linus Pauling y el investigador francés Émile Zunckerkandl anunciaron el hallazgo de un “reloj biológico” que les permitiría determinar la antigüedad de las especies por las variaciones en las proteínas. Pau­ling y Zunckerkandl razonaban a partir de este principio: toda la información sobre el vi­viente está encerrada en el ADN, y como éste sufre transformaciones (del 2 al 4% cada millón de años), ello explicaría la aparición de nuevas formas de vida a partir de especies arcaicas.

Mas también en este caso las expectativas resultaron infundadas: los cambios bioquí­micos no pueden dar nuevas especies, porque las variaciones sólo afectan a la parte fungible, acciden­tal de la proteína, cuya parte esencial permanece inalterable. Además, en las distintas especies el mecanismo de las dife­rentes proteínas es el mismo. “El citocromo C de la almeja es tan apto a la almeja como al trigo, al caballo, al buey y al hombre, y vicever­sa”[82].

Por ello François Jacob afirma: “Los cambios bioquí­mi­cos no pa­re­cen ser una importante fuerza modeladora en la diversi­fi­cación de los organismos… Lo que distingue una mariposa de un león, una gallina de una mosca, o un gusano de una ballena es mucho menos una diferencia en los constituyentes químicos que en la organi­zación y distribución de estos constituyentes”[83]. Y el investigador italia­no Sermonti concluye: “La vida permanece idéntica en su modali­dad central, en su mecanismo esencial… El mensaje genético es in­tangi­ble como una Sagrada Biblia, y el único mecanismo para que pueda mo­dificarse es un error casual en su reproducción… Podemos afirmar que el genotipo es, en sus líneas funda­mentales, una constante con variaciones secundarias, de la bacteria al hombre”[84].

La consabida tergiversación sagánica sobre esta cuestión aparece en Los Dragones del Edén[85], donde el Autor pasa en silencio que ciertos vivientes, como el lirio y la rana, tienen una cantidad de ADN entre 25 y 50 veces superior a la del hombre, lo que pulveriza el argumento materialista que Sagan venía desarrollando con vistas a hacer jugar en su favor la biología molecular.

Queda por fin, y aquí se resume todo, la cuestión del pensamien­to y la voluntad. ¿Son simplemente consecuencia del número mayor de neuro­nas de nuestro cerebro o por el contrario el espíritu es supe­rior e in­dependiente de la materia? El bioquímico inglés J. B. Halda­ne reflexio­na: “Si mis procesos mentales están determinados completa­mente por los movimientos de los átomos en mi cerebro, entonces no tengo razón para pensar que mis pensamientos son verdaderos, y por consiguiente, no tengo por qué aceptar que mi cerebro está compuesto por átomos”[86].

El Pico della Mirandola del siglo XX, que ningún tema deja de tocar para exhibir su universal capacidad de macaneo, relata en el Capítulo V de Los Dragones del Edén las conocidas experiencias rea­lizadas con chimpancés para que aprendiesen el lengua­je gestual de los sordomudos. El éxito de tal intento probaría que los animales supe­riores son capaces de llegar al pensamiento y que, por tanto, la inteli­gencia no es un rasgo distintivo del hombre sino sólo una cuestión de grado.

Sagan se deleita con el triunfo de Beatrice y Robert Gardner, psi­cólogos de la Universidad de Nevada, quienes se las ingeniaron para que Washoe, Lucy, Lana y otros chimpancés aprendiesen a distin­guir (siempre según Sagan) el sentido de frases como “Roger hace cos­quillas a Lucy” y “Lucy hace cosquillas a Roger”. Washoe, además, fue sorprendido leyendo una revista, aunque esto no es un argumento deci­sivo pues tanto puede probar que el mono es inteligente como que los industriales de la liber­tad de prensa ofrecen productos adaptados al nivel de los brutos. Sea como fuere, nuestro Autor afirma que las experiencias fueron un rotundo éxito y por ello se pregunta: ¿Qué grado de inteligencia ha de alcanzar un chimpancé para que su muerte se catalogue jurídicamente como un ase­sinato? ¿Qué otros rasgos debe incorporar para que los misioneros reli­giosos le consideren apto para recibir catequesis?

Por fortuna, este yanqui, cuyo apellido coincide con el nombre que la Demonología Medieval reservaba al Demonio del Enredo (simple coincidencia, se entiende), no es nuestra única fuente de infor­mación. Hoy sabemos que tales experiencias fueron abandonadas y los investigado­res que las condujeron piensan que los simios no estaban engendrando un nuevo lenguaje, sino que eran mimos talentosos: sólo cesaban de gesticu­lar frenéticamente cuando veían satisfechos sus apetitos, pues también ellos habían adoptado como lema la consigna que las jirafas nunca habían dejado de tener en cuenta: “Primum vivere”.

La historia tuvo un final patético, pues cuando los monos recuperaron la libertad, se mostraron tan perturbados por el sarmientino intento de proporcionarles educación gratuita, obligatoria y laica, que ya no eran capaces de procurarse alimento por sí mismos y quedaron haciendo extraños movimientos, en condición tan lastimosa como la de Wallace en Malasia[87]. Moraleja: ¡Abajo la ley 1.420!

VI – El Lenguaje de la Vida

Aunque los evolucionistas se jacten de ofrecer una nueva visión de la vida, ni siquiera pueden determinar qué es lo que permite que el ser orgánico viva. Carl Sagan intenta hacernos creer que el ADN ex­plica el misterio: “Los ácidos nucleicos son las moléculas esencia­les de la vida. Con pocas excepciones contienen toda la información genética, todo el conocimiento sobre el modo en que un organismo pro­duce una nueva genera­ción del mismo tipo de sus progenitores”[88].

La fidelidad a la tradición evolucionista lleva una vez más a uti­lizar métodos caros a los Padres de esta doctrina, y por ello Sa­gan no dice la verdad. Si quisiera ex­ponerla, sus palabras serían éstas:

“La célula comprende: una membrana exterior, el citoplasma, el núcleo y cromosomas. La membrana exterior separa la célula del medio ambiente al mismo tiempo que permite algunos intercambios con el exterior; es una frontera activa que deja pasar las sustancias químicas que convienen en un momento dado, y sólo éstas. Recibe órdenes de admisión o de rechazo, por medio de enzimas o de hormonas.

“El citoplasma era tenido hasta hace poco por una jalea indiferenciada. El microscopio electrónico ha mostrado su complejidad extraordinaria. Está compuesto por el citoplasma propiamente dicho, en cuyo seno se encuentran inmersas una cantidad de partículas, pequeños órganos (orgánulos). El citoplasma con sus orgánulos constituye la parte esencial del laboratorio de química. En el interior del citoplasma se encuentra el núcleo, y en éste un conjunto de cromosomas cuyo número es siempre el mismo en todas las células de una especie dada: 46 para el hombre, por ejemplo”[89].

El elemento constitutivo del cromosoma es el ADN (ácido desoxirribonucleico), que consta de dos filamentos en forma de hélice unidos por travesaños. Los tramos elementales de tal estructura son los nucleótidos; éstos se presentan en cuatro variedades. Tres nucleótidos forman un codón, que posee la información necesaria para sintetizar uno de los veinte aminoácidos que encontramos en los vivientes. Las proteí­nas son largas cadenas de aminoácidos, y la cé­lula, a su vez, consta sobre todo de proteínas.

“El punto central es el orden preciso en el que son dispuestos los nucleótidos. Este orden da un mensaje codificado, en cuya redac­ción se emplean cuatro signos. Sabemos que el mensaje de las computa­doras es binario: consta de dos signos, 0 y 1. La repetición de tales signos se­gún un orden riguroso permite expresar un número incalcula­ble de datos. De modo semejante, los 26 signos de nuestro alfabeto forman frases en la medida en que se los coloca en un cierto orden. Existe, pues, en cada célu­la humana un inmenso «discurso», repartido en los 46 tomos que constitu­yen en cierto modo los 46 cromosomas. En este «discurso» distinguimos: «palabras», constituidas por tres «le­tras» (tres nucleótidos), que co­rresponde a un aminoácido; «frases», llamadas «genes», que contienen la información necesaria para la for­mación de las proteínas.

“El mensaje contenido en el código genético se conserva en todas las células del organismo porque el proceso de división de la célula (que lleva de la célula original al organismo completo), comienza por la división del ADN: cada molécula de ADN produce una espe­cie de «fotocopia» conforme al original. […] Después de este desdobla­miento, la biblioteca informadora de la célula existe en doble ejem­plar, y el nú­cleo contiene un número doble de cromosomas en pares idénticos; para el hombre, el número pasa de 46 a 92. El núcleo se corta entonces en dos, lo que produce dos núcleos idénticos”[90].

“La primera y fundamental premisa que nos brinda el conocimiento científico de la naturaleza es: no pueden existir proteínas sin células que las produzcan. Algún lector me dirá: ‒ ¿Pero acaso no se pueden sintetizar proteínas en el laboratorio, sin células? ‒Desde luego que sí. Pero además de que el científico que realiza la síntesis es también un conjunto de células (y a algunos les encanta creer que son nada más que eso…), en una síntesis de laboratorio siempre se utilizan enzimas extraídas de células. O copiadas previamente de las enzimas de una célula”[91].

Para que las proteínas sean ensambladas en conformidad con el código genético, es necesario que haya enzimas, y éstas son elementos característicos de los vivientes. Si Sagan no estuviera obcecado por su prejuicio materialista, advertiría sin dificultad que el ADN no engendra la vida porque sólo funciona si está insertado en un ser vivo: “Omne vivum ex ovo”, todo ser vivo provie­ne de un germen, decía William Harvey. Pero el ADN de Sagan carece de la información ge­nética indispensable para el funcionamiento del sentido común. Pa­ciencia: cada uno tiene los genes que la evolución le ha dado.

Se sigue que, contra la opinión común, la Ingeniería Genética no crea vida, sino que se limi­ta a utilizar el ser vivo. “Todos los métodos tienen el mismo punto de par­tida: la introducción del ADN extraño, que está compuesto de un gen y un promotor… Nadie sabe por qué ese ADN del exterior se incorpora al del embrión… El promotor hace que el gen introducido se «prenda» en el momento y el lugar oportunos. Por ejemplo, en las glándulas mamarias de las ovejas se introduce un gen que contiene la información para pro­ducir la sustancia química que hace posible la coagulación de la sangre en los humanos (el Factor 9). La leche de esas ovejas contiene en conse­cuencia gran cantidad de Factor 9, que luego es aislado. Así el animal es utilizado como fábrica[92].

Estos investigadores son como la mujer que, al volante de su automóvil, a­prieta con alegre desenfado botones y pedales sin tener idea del qué ni del cómo. O, para utilizar otra compa­ración más exacta (y menos peligrosa), hacen la obra del aprendiz de brujo: no les interesa co­nocer sino apoderarse del misterio para sentir­se “Señores y Dadores de Vida”. Son darwinianos en el sentido más pro­fundo de la expresión porque han heredado el espíritu de quien pretendió levantarse hasta el Cielo y corregir el plan de Dios.

La síntesis de las proteínas es un proceso de extraordinaria complejidad, que constituye una verdadera maravilla en el que interviene la célula en su totalidad: membranas, faces del metabolismo, enzimas, ácidos nucleicos. La organización y sincronización de este funcionamiento es tan formidable, que la más sofisticada de las computadoras es apenas un juego de niños si la comparamos con él.

Ahora bien, ¿qué es lo que ordena y ensambla la base material para formar un viviente? En un depósito puede estar amontonado el material que se empleará en la construcción de un edi­ficio, pero ello no implica que ese material contenga la disposición y el orden del futu­ro edificio. Conocemos, por así decirlo, los la­drillos, cemento, agua, etc., pero ¿los planos?

“A quienes dicen: toda la información del ser vivo está contenida en el ADN, hay que responder: el ADN sólo con­tiene los datos para sintetizar las pro­teínas, pero, ¿dónde está el plan que coordina las actividades den­tro de las células, entre las células, entre los órganos? El código genético sólo contiene la información sobre lo material (esta o aque­lla proteína), no sobre lo formal. […] En el desa­rrollo existe regula­ridad y flexibilidad. Una vez en movimiento, resulta difícil pertur­bar los procesos que convierten al huevo en un organismo adulto. Una célula individual produce a la larga millones de células y cada una de ellas desempeñará una función distinta en el cuerpo. Esta cadena de producción de vida muestra un orden y una complejidad increí­bles; ahora bien, ¿dónde están las instrucciones? ¿Cómo sabe una célula si se ha de convertir en muscular o en ósea? ¿Qué determina el intrinca­do pliegue y despliegue del embrión? ¿Dónde está la prueba cianotípi­ca del diseño corporal, si es que existe?”[93].

Siete Premios Nobel participaron de “Encuentros Filosóficos”, organizados para conmemorar el quincuagésimo aniversario de la UNESCO. Cada uno de ellos respondió a la pregunta sobre lo que ignoraba en su área de especialización. El rumano George E. Palade, quien obtuvo el premio de Medicina y Fisiología en 1974, respondió: “Aún queda mucho por dilucidar. ¿Cómo controlan el volumen de sus componentes subcelulares los organismos? Quisiéramos saber cómo se adaptan las células y sus componentes a nuevas circunstancias y cómo corrigen los desequilibrios. El número de genes en el genoma humano (el código genético que dicta nuestro desarrollo y nuestros caracteres) se estima entre 100.000 y 200.000”.

Aquí debemos detenernos para señalar una contradicción de Palade: reconoce que ignora cómo controlan el volumen de sus componentes subcelulares los organismos, etc., y sin embargo afirma que el código genético dicta nuestro desarrollo y nuestros caracteres, porque su mentalidad positivista le exige reducir todo a lo material.

Continúa Palade: “Aún el más pequeño mamífero de laboratorio posee una fabulosa cantidad de genes. Quisiéramos saber cuántos genes se necesitan para fabricar una célula pancreática. Y luego, cómo se fabrica un páncreas. Y siguiendo esa misma dirección, quisiéramos saber cuántos genes participan en la fabricación de un riñón o del cerebro. La cantidad de preguntas sin respuestas es por esencia infinita. Por el momento, las respuestas sólo satisfacen el amor al conocimiento. Pero algún día, en el futuro, seremos capaces de identificar los genes que son importantes para el desarrollo normal del proceso vital”[94].

Como la información de la molécula del ADN, dice el Dr. Le­guiza­món, tiene estrecha analogía con el lenguaje, es conveniente que anali­cemos la relación entre el mensaje o código y el medio material que transmite tal información. Si escribimos la palabra “adiós”, por ejem­plo, estamos transmitiendo una información a través del ordena­miento de las moléculas de tinta ‒el medio material‒ que forman las letras a-d-i-o-s. Las letras son un ordenamiento de la materia, es decir, una dispo­sición poco probable de las moléculas de tinta. Por eso es que las le­tras no pueden aparecer espontáneamente. Para que aparezcan letras es imprescindible ordenar la tinta en una forma de­terminada. Si se nos de­rrama el tintero no se forman las letras. Ya hemos visto que la esponta­neidad de los fenómenos físico-químicos tiende a general desorden y a deteriorar por consiguiente la informa­ción (ley de entropía). De manera que en la palabra “adiós”, para vol­ver al ejemplo de arriba, tenemos un ordenamiento poco probable (en realidad altísimamente improbable) de las moléculas de tinta, que transmite una idea, un concepto, una informa­ción.

“Pero atención que no se trata «simplemente» de un problema de orde­namiento molecular de la tinta para producir esas letras. Con todas las formidables dificultades de orden físico-químico que ello implica. Por­que con el mismo grado de ordenamiento molecular ‒las mismas letras‒ podemos escribir «diosa», por ejemplo, y transmitir una información com­pletamente distinta. Y también podemos escribir «osdia» o «asiod» (y así doce «palabras» más) que no tienen ningún sentido. Al menos en castella­no. Y esto es así porque la información utiliza un orden material para transmitirse, pero no se confunde con él. La información «cabalga», por así decir, sobre un medio material ordenado en forma altamente improba­ble, pero su sentido, su signifi­cado, no se origina en él. Ningún análi­sis químico que realicemos de las moléculas de tinta de una palabra nos dará la menor idea sobre el significado de esta palabra. Porque el sig­nificado de una palabra se basa en la convención. No se origina a partir de las moléculas de tinta, sino que es impuesto arbitrariamente a las moléculas.

“Es importante señalar que, en la opinión de los más destacados bió­logos evolucionistas ‒Monod, entre otros‒ la estructura del código gené­tico es químicamente arbitraria. Es decir, que no existe ninguna razón química que explique la secuencia específica de los nucleótidos en la molécula del ADN. Con lo cual este autor concluye que la for­mación de las primeras secuencias debió ser producto del azar. ¡Pero es un desati­no! La ausencia de razones químicas que expliquen la se­cuencia específi­ca de los nucleótidos, ¡se debe precisamente a que se trata de un len­guaje!”[95].

Lo curioso es que tal criterio es aceptado por los científicos cuando no está en juego la evolución:

“El SETI es una institución corporativa estadounidense para la investigación y para proyectos educativos relacionados con la vida en el universo y la inteligencia extraterrestre.

“En las páginas de las FAQ [Frequently Asked Questions: Preguntas frecuentes]  aparece la siguiente pregunta:

“«¿Cómo reconocéis una señal extraterrestre inteligente?»

“La respuesta es la siguiente:

“«Toda señal inferior a cerca de 300 Hz debe ser, por lo que sabemos, producida artificialmente… Otras características reveladoras incluyen una señal completamente polarizada o la existencia de informaciones codificadas en la señal»[96].

“Preguntémonos: ¿por qué informaciones codificadas en una señal de radio deben representar una indicación palmaria de inteligencia, mientras que para explicar la aparición y la inaccesible complejidad de las codificadas en una molécula nanométrica[97] en el interior de una célula se deben invocar ciegamente procesos casuales incapaces siquiera de aproximarse a tal cantidad y cualidad de información?

“Quizá porque ideologías que nada tienen que ver con la ciencia se hallan detrás de estas explicaciones, coaccionando paradojalmente a quien debe darlas a renegar de la lógica y, a veces, de la misma ciencia a la cual quieren tan estrictamente ajustarse”[98].

VII. ¿Qué Es un Viviente?

 Un hecho nos permitirá responder a esta cuestión:

“En la materia inanimada, conocer una parte no sólo es conocer todas las partes sino también conocer el todo. Que no es sino la repetición de partes iguales entre sí. Pero en la materia organizada, hay que conocer primero el todo para poder interpretar las partes. Hay que conocer el todo para poder ensamblar las partes. Hay que conocer el todo para fabricar las partes. Hay que concebir primero el todo, luego es posible concebir las partes. En la materia organizada, el todo no es igual a la suma de las partes. Es superior. Es una cosa nueva. Supone algo más[99].

El ser vivo no resulta de una yuxtaposición de partes, sino que muestra jerarquía y coordinación de sus elementos componentes. Es, pues, inevitable preguntarse qué unifica lo múltiple.

Taylor admitió que “el problema central de la Biología es el pro­blema de la forma. Lo malo es que el problema no está re­suelto, y el biólogo australiano W. E. Agar, que lo ha estudiado, concluye que el gran enigma es cómo se produce el organismo a partir de unos componentes relativamente informes”[100].

Aquello que coordina las actividades dentro de las células, entre las células, entre los órganos, no está en el ADN, y los científicos lo bus­can a ciegas porque ignoran la Filosofía. Todas las creaturas responden a un proyecto: el de la naturaleza o esencia[101] propia de cada una. En la naturaleza de los seres corporales encontramos un principio potencial, pasivo: la materia; y un principio que actúa a la materia: la forma sustancial.

La naturaleza, a su vez, es como el recipiente de la existencia, del acto de ser. Éste es dado sólo por Dios, “El que es”[102]. Al recibir el acto de ser, la naturaleza lo delimita, y así constituye en tal o cual especie a las cosas existentes: especie humana, equina, canina, etc. Pedro es porque tiene (recibido de Dios) un acto fundamental: el ser, la existencia, que sustenta, penetra y actualiza cuanto hay en él. Pedro es hombre porque existe según una naturaleza humana, y tal naturaleza es humana porque la materia del cuerpo es actuada y organizada (por ello encontramos órganos) por una forma sustancial. Finalmente, Pedro es este individuo, distinto de Juan, Pablo, etc. porque cuando la forma sustancial actúa la materia del cuerpo de Pedro, ella adquiere cantidad, el accidente fundamental de los entes físicos, y entonces se convierte en esta o aquella materia, capaz de recibir los accidentes materiales que distinguen a los individuos de una misma especie.

Lo dicho vale para todas las creaturas; consideremos ahora al ente orgánico: éste posee una forma sustancial llamada “alma” (distinta para cada especie), principio de operaciones que lo distinguen de los otros entes. Estas actividades características son inmanentes, i.e., comienzan y terminan en la sustancia de la que tales actos emanan: por ejemplo, la asimilación de los alimentos. A quien objete que la digestión puede ser llevada a cabo en un laboratorio, respondemos con Verneaux que la adición de sustancias y la conveniente temperatura permiten que el proceso digestivo tenga lugar en un laboratorio, pero no logran que la retorta utilizada en la experiencia asimile el alimento.

La forma sustancial una, única para cada cosa existente, explica la unidad que los seres del mundo manifiestan a pesar de su complejidad. Esto responde a las preguntas de Taylor, Leith y Palade.

“Para que aparezca una organización, debe necesariamente existir una inteligencia que conciba el fin con anterioridad. De otra manera es imposible… El origen de la vida es inconcebible a menos que una inteligencia haya actuado sobre la materia organizándola. De la misma manera que cuando vemos ‒no digamos una computadora‒ mas una simple punta de flecha, concluimos que una inteligencia ha debido actuar sobre la materia para producir esa forma. Aunque no hayamos visto esa acción. Aunque no sepamos quién la hizo, ni los métodos que utilizó. Es precisamente lo que conocemos sobre la acción de las fuerzas naturales, lo que nos indica que una punta de flecha no es debida a la acción de esas fuerzas. Entre las leyes físico-químicas y la vida existe una discontinuidad que sólo la inteligencia puede salvar”[103].

En resumen: la peculiar organización de los seres, sobre todo de los orgánicos, exige un principio distinto de la materia y capaz de actuarla: la forma substancial; además, el orden de la creación prueba que una Inteligencia actúa sobre la diversidad de los entes mun­danos para darles sentido y constituir con ellos un todo ar­monioso: el Universo.

VIII. Esperar contra Toda Esperanza

Hemos hecho el circuito del evolucionismo, de su tortuosa histo­ria y las dificultades que lo han llevado a una profunda crisis. Como sabemos, a sus partidarios no les entra bala cuando oyen las soluciones aportadas por la filosofía realista, sino que insisten en tomar seria­mente esta doctrina, y aun quienes reconocen las deficiencias y contradicciones, confían en que algún día las dificultades serán supera­das.

Así, Taylor admite que “el origen de las especies sigue siendo un completo misterio, […] estamos peor que antes, pues las in­vesti­gaciones no han hecho más que revelar una complicación tras o­tra”[104]. Sin embargo, piensa que no necesitamos sostener una vez más la existencia del plan divino, pues el evolucionismo sigue siendo, a pesar de las di­ficultades, la hipótesis más adecuada para explicar el origen de los vivientes: “no hace falta tirar también al niño cuando tiramos el agua de la bañera”[105]. Idéntica posición adopta Lei­th: es consciente de las insuficiencias, pero no ve otra posible ex­plicación.

Otros senci­llamente hablan del darwinismo como si fuese la luz que acaba con el horror de las tinieblas. Simpson, por ejem­plo, afirma que “el actual estado caótico de la humanidad […] se debe a una excesiva fe irracional” y que las doctrinas transformistas pue­den proporcionar “conocimiento humano responsable capaz de hacernos pasar del caos al orden”[106]. Tam­bién Marnell estima que la acepta­ción de nuestro modesto origen animal engen­dra “una profunda humildad que paradójicamente puede desencadenar un resurgimiento espiri­tual”[107]. Gould es categórico: “La única al­ter­na­tiva honrada es admitir la existencia de una estricta continuidad cua­litativa entre nosotros y los chimpancés. ¿Y qué podemos perder? Tan sólo un anti­cuado concepto de alma para ganar una visión más humilde, incluso exaltante de noso­tros mismos y de nuestra continuidad con la natura­leza”[108].

El evolucionismo es una doctrina que ofrece el flanco a numerosas impugnaciones. ¿Debemos pensar que ya no hay razón para verla como la Filosofía de la Vida o más bien que se encuentra en una simple crisis de crecimiento y que finalmente asimilará los frutos de las investigaciones recientes o venideras? Esto nos obliga a hacer el balance final: aceptamos el guante que arroja Gould y examinaremos si es la única alternativa honrada, inofensiva y promotora de una fecunda humildad. Ya que esta visión de la vida está inextrica­blemente unida a la Filosofía de pérdidas y ganancias, vea­mos hasta qué punto cualquier variante del darwinismo es un buen ne­gocio.

IX – Balance

Aunque las hemos visto, ahondemos en las razones de los transformistas para excluir el “misticismo” y presentar su doctrina como la única al­ternativa honrada.

Darwin creía que la intervención del Creador era contradictoria con lo que la Geología comenzaba a descubrir, pues si todas las espe­cies hubiesen sido creadas en los primeros seis días, no habrían po­dido adap­tarse a los ulteriores cambios geofísicos. Pero en realidad estos cam­bios demostraban que el Protestantismo está muy mal adaptado a la inte­ligencia de la fe: los reformados habían prescindido del Magisterio y la Tradición, confiados en la inspiración personal, mas ahora resultaba que lo que ellos habían tenido por inspiración era sólo imaginación, ya que no era posible aceptar que el mundo había sido creado el año 4004 antes de Cristo y que todas las formas vi­vientes habían aparecido con diferen­cia de pocas horas.

La ruptura con la Tradición les impedía conocer la respuesta dada por San Agus­tín ¡hacía ya l5 siglos! a este problema, al conciliar el relato del Génesis con otro texto bíblico aparentemente contradictorio: “Qui vivit in aeternum creavit omnia simul”, el que vive eternamente creó todas las cosas al mismo tiempo[109]. El Doctor de Hipo­na enseñaba que en el principio Dios había puesto una fuerza diferencia­dora en la materia, y ello había producido un desarrollo del mundo en seis pe­ríodos, que nada nos induce a considerar días de 24 horas. Esta doc­trina, purificada por Santo Tomás, nos permite entender la relación de la criatura con el Autor del Universo: que algo sea creado signi­fica que hay una dependencia total de esa cosa con respecto a la Causa Primera del ser. Esta relación (de razón en Dios, real en las creaturas) es extratemporal y extramun­dana, y por ello las diferentes especies no necesitaron ser formadas en los primeros seis días para ser verdaderas creaturas de Dios. La Geolo­gía no había puesto en crisis los Libros Sagrados sino el libre examen.

El segundo argumento contra la intervención divina consistía en la pobreza de la fantasía del Creador, puesta en evidencia por las simili­tudes anatómicas entre las diversas formas de vida. También esta razón procede de una mentalidad inconfundiblemente protestante. En primer lu­gar, a nadie escapa la ignorancia filosófica del “Filóso­fo de nuestro tiempo”: sabía tanto de la continuidad metafísica del ser (de aquella ordenación que dispone las creaturas “en escalera”) como su abuelo Eras­mo del arte de escribir con elegancia. Y el segun­do indicio de una mente herética es la visión de la ley como una pér­dida de libertad, y la co­rrelativa impugnación de la lógica, exigida por el pensamiento anárquico. Ni la ley ata al artista ni la lógica al filósofo; al contrario, “atan” la obra del artista y del pensamiento filosófico pues les dan unidad y hacen posible la manifestación de la potencia creativa y dominio de la materia que cada uno posee en su ámbito propio. La fantasía alógica de Picasso, Dalí, el arte Dadá y demás gagá no es signo de vida exuberante sino de senilidad y muer­te.

  1. R. Taylor encuentra inadmisible la existencia de un plan di­vino porque “ha habido demasiados comienzos y tentativas fallidas, y cambios de intención”[110]. Los fallos que lo desconciertan serían tales si las especies hubie­sen surgido por transforma­ción ascendente; en tal caso las vías muertas sólo podrían ser interpretadas como tanteos cie­gos en busca de nuevas formas de vida. Pero, ¿si surgieron repentinamente por obra del Creador? Entonces en lugar de resultados provisionales y mal hechos, tendría­mos variedades que Dios ha querido llamar a la existencia.

Lugar aparte merece la objeción de Gould: descubrió que el pul­gar del oso panda de la China Occidental es un órgano inútil, carente de sentido, y esto “sería la prueba de que los procesos naturales son una especie de bricolaje, y no la obra de un Artesano Divino. […] Si la Natu­raleza fuera obra de un Dios infinitamente sabio y poderoso no actuaría mediante apaños caseros ni produciría resultados inútiles… Podemos tener confianza en la realidad de la evolución”[111]. Para concluir que el pul­gar del panda es una aberración, Gould tendría que demostrar que con­tradice a la forma sustancial, al principio interno de organiza­ción. Y esto es imposible porque la materia coarta nuestra posi­bilidad de “ver-dentro” (intus-legere) de las cosas corporales. Por ello Santo Tomás enseñaba que un hombre podría pasar su vida es­tu­diando las moscas sin jamás agotar su misterio.

Si el ilustre caracólogo debió trasladarse mentalmente a la Chi­na Occidental para dar con una apariencia de desajuste, ello signifi­ca que a muchos miles de kilómetros a la redonda de su cerebro el mundo funciona a las mil maravillas, y en lugar de “parches y remien­dos” encuentra el atormentador misterio del orden universal. Por su­puesto, el Profesor de Harvard sabe que tal orden existe, mas se las arregla para no tomarlo en cuenta: “Si me preguntan por qué la quími­ca de la materia se organiza, yo digo que esto es demasiado. Las pre­guntas últimas sobre el origen de nuestro mundo no son preguntas cie­ntíficas”[112].

La cuestión que Gould rehúsa considerar y hace a un lado como poco significativa es precisamente la que llena de asombro a los grandes científicos. En una carta a Maurice Solovine, que R. Cha­uvin cita en el comienzo de su obra, Einstein considera un milagro o un eter­no misterio la inteligibilidad del mundo. El éxito de nuestra ciencia, continúa, supone un muy complejo orden objetivo, y la admi­ración aumenta con el progreso de nuestro conocimiento. “También Hoy­le llegó a admitir que el Universo es guiado por una Inteligencia Superior”[113].

La Mecánica Cuántica, por su parte, comprueba que la regularidad y armonía del mundo macroscópico no proceden del mero juego de las leyes del microcosmos, pues la nanoestructuras indican claramente la potencialidad de la materia, enseñada por la Filosofía Rea­lista. El or­den del mundo penetra la contingencia de lo material, por ello en Físi­ca, la atención de todos se dirige a las llamadas “leyes del caos”. Po­demos representar esto como un juego de cajas incluidas unas en otras, donde el orden del nivel superior se apoya en el de­sorden del inferior.

El Premio Nobel de Química Ilya Prigogine con­fiesa que la actitud del científico ante el orden del mundo es la perplejidad. Desde fines de la Segunda Guerra Mundial los hombres de ciencia saben que ya no hay leyes sino probabilidades: la materia es inestable y así el mundo físico re­sulta un caos imprevisible. Sin embargo, este caos desemboca en estruc­turas ordenadas. “Este orden que nace del caos es la fórmula que mejor resume la ciencia moderna, y esto vale para todas las disciplinas”[114]. Prigogine se declara incapaz de explicar esto porque inter­preta mal los fenóme­nos: el orden no procede del caos, sino que se impo­ne al caos, lo limita y determina.

Es así imposible no preguntarse qué es lo que explica la regula­ri­dad de los niveles superiores y permite que “los seres más dispares muestren formas determinadas e invariables que son los arquetipos perma­nentes de nuestro pensamiento”[115]. “Como ha confesado el mismo Planck, la ciencia moderna está profundamente penetrada de la exigen­cia de Dios, cuya presencia está en condiciones de advertir el físico moderno, no sólo sin forzar sus resultados, sino porque surge y es requerida por los mismos resultados como el vínculo operativo de los fenómenos que, de otro modo carecerían de toda estructura y serían contradictorios, si bien este vínculo escapa, por definición, a la ciencia”[116].

El misterio del orden alcanza un grado fantástico cuando consi­dera­mos el caso de los vivientes. A lo dicho sobre la estructura de la célula añadimos estos testimonios sobre la perplejidad de los evolucionistas: “Ni siguiera el mismo Darwin acaba­ba de admitir la idea de que una estructura tan compleja como el ojo hubiera evolucionado por la acumulación casual de mutaciones favora­bles. […] El desarrollo del oído es igualmente asombroso. […] Los trilo­bites habían desarrollado una lente para corregir la aberración ópti­ca, idéntica a la que proponían (con absoluta independencia de cual­quier conocimiento de los trilobites) Descartes y Huygens, y lo habían hecho 500 millones de años antes que estos científicos. […] Los camarones emplearon una ópti­ca de espejos cuya matemática no se des­cubrió hasta 1956”[117]. Todo el libro de Chauvin estudia el comporta­miento animal, y después de exponer un sinfín de conductas que provo­can nuestra maravilla, muestra que nin­gún evolucionista es capaz de explicar cómo la evolución ha habilitado a esos seres carentes de inteligencia a resolver complejísimos problemas de un modo acertado.

El máximo esfuerzo para banalizar esta realidad innegable ha sido hecho por Jacques Monod, en su libro El Azar y la Necesidad. Según este biólogo, el punto de partida del método científico es “la negativa sistemática de considerar capaz de conducir a un conocimien­to verdadero a toda interpretación de los fenómenos en términos de causas finales, es decir, de proyectos. […] La objetividad, sin embar­go, nos obliga a admitir el carácter teleonómico [finalista] de los seres vivos, que en sus es­tructuras y performances persiguen un pro­yecto. Hay pues allí, al menos en apariencia, una contradicción pro­funda”[118]. Y el Premio Nobel de Medicina se aplica en el resto de su trabajo a mostrar que la contradic­ción es sólo aparente.

Pero Georges Salet ha respondido con Azar y Cer­teza, un sólido volumen de 500 páginas, y con la ayuda de un asombroso aparato matemático pone en evidencia el carácter ilusorio de los argu­mentos de Monod. El azar es un concurso fortuito de causas no fortuitas, sólo es posible dentro de un Universo ordenado; por tanto, la Inteligen­cia es ante­rior a la vida creada.

Y el mismo Autor de El Azar y la Necesidad, sin advertirlo, con­fiesa la existencia de una finalidad que recorre la Creación: la vida se le presenta como “una enorme lotería”, un Montecarlo biológi­co en el que ha salido el número del hombre. El orden había servido a Darwin para negar el plan divino, y ahora da pie para que el vacío de Dios sea ocu­pado por la Ruleta de la Vida… Pero si Monod hubiese tenido que admi­nistrar una ruleta “tan atada a la Lógica y de una fantasía intolerable­mente pobre”, al punto habría investigado dónde está el peso que inclina el platillo a producir resultados tan orde­nados. Y “peso” es justamente la palabra que emplea la Sagrada Es­critura y la Filosofía para expresar la inclinación de cualquier cre­atura hacia aquellas cosas que la perfec­cionan con vistas a reflejar mejor la infinita perfección del Creador: “Hiciste todas las cosas con medida, número y peso”[119].

El orden del Universo constituye una verdad arrolladora, y sin em­bargo, quien tuvo vista de lince para enterarse de la inutilidad del pulgar del panda, no entendió que hay motivo para llamar “Cosmos” (palabra griega que significa orden) al conjunto de las cosas existentes. Tal habilidad para dar con la aguja sin descubrir el pajar recuerda aquella extraña perturbación óptica enérgicamente censurada por el Señor, de qui­enes nunca dejaban de percibir el mosquito mas ni siquiera por las jorobas podían reconocer el camello. La inutilidad no ha de ser bus­cada en el pulgar del panda sino en el cerebro de Gould, a todas lu­ces una suerte de bricolaje, mal emparchado y sin mayores expectati­vas de provecho. Mientras las objecio­nes al plan divino sean análogas a las que presenta el Genio de la Cara­cología, podemos tener confian­za en la existencia del Creador. De modo que la evolución no es la única alternativa honrada.

Vayamos a la segunda cuestión: ¿qué podemos perder si aceptamos una estricta continuidad cualitativa entre el hombre y el chimpancé? Sagan y Gould seguramente nada tienen que perder, pero los congéneres de Washoe, Lucy y Lana tal vez no salgan muy beneficiados. Dicen que quien es materialista, se lo merece, pero ¿qué derecho tenemos a re­bajar esos inocentes animalitos al nivel de los ateos locos? Y tam­bién nosotros tenemos algo que perder: la cabeza, el entusiasmo, el alma.

Si para explicar la aparición de un organismo vivo debemos acep­tar la serie fortuita de 50.000 seises, hay que concluir que nuestra exis­tencia no es fruto de la creación ni del azar, sino de una incon­trolable manía, y entonces ¿qué logrará impedir que el absurdo y la demencia ri­jan la vida humana? En cuanto a la hipótesis del Dr. Crick, también ella nos lleva al “crack”. El defecto de esta teoría ex­traterrestre es no ser suficientemente extraterrestre. El descubridor del ADN piensa que un hecho deja de requerir explicación porque sucedió a unos pocos millones de años luz, cuando lo cierto es que nuestro intelecto posee la capaci­dad de poner un universal signo de interrogación sobre el Universo y buscar más allá de él la causa del ser y la verdad de cuanto existe. Quienquiera niegue esta marcha inatajable de la mente hacia la Verdad Primera, condena al hombre a la locura.

Y la mejor prueba de que la aceptación del darwinismo conduce a la demencia nos la proporciona Darwin mismo, quien escribió: “Yo creo en la selección natural no porque pueda probar en ningún caso concre­to que una especie ha cambiado en otra, sino porque agrupa y explica bien […] todo un conjunto de hechos en la clasificación, embriología, morfología, ór­ganos rudimentarios, sucesión geológica y distribución”[120]. Que viene a significar: creo en la evolución no porque haya evi­dencia de ella, sino por la ligazón de los conceptos que compo­nen esta doctrina. Mas a los transformistas se les escapa que un pensa­miento puede tener absoluta co­herencia y ser al mismo tiempo comple­tamente falso, porque la verdad de nuestros juicios no depende de la trabazón de las ideas, sino de que el juicio de la inteligencia exprese la rea­lidad tal como es.

Una vez más valgámonos de un ejemplo para arrojar luz sobre estas cuestiones arduas. Si algo caracteriza las historias de los paranoicos, es la coherencia. Su deli­rio es sin grietas ni fisuras. Pero esas fantásticas visiones forman un circuito cerrado, pues quie­nes se entretienen con la manía-visión arman un mundo de representa­ciones que no concuerda con la vida real: falta el cable a tierra y por ello decimos que tienen un cable pelado. Éste es justa­mente el caso de los que abrazan el evolucionismo sin haber visto evolucionar nada ni contar con alguna evidencia de que una especie se haya trans­formado en otra.

Además, ¿qué queda del hombre si aceptamos descartar “un anti­cuado concepto del alma” para vernos como una porción de materia cu­yas partes se han combinado felizmente por obra del azar? Entonces nuestra más cum­plida definición es la célebre fórmula de San Bernar­do: “¿Qué fui? ‒Se­men pútrido. ¿Qué soy? ‒Bolsa de estiércol. ¿Qué seré? ‒Pasto de gusa­nos”. Si somos renuentes a admitir el transfor­mismo materialista, ello se debe a que tomamos muy en serio la Filo­sofía de pérdidas y ganancias. La “Ruleta de la Vida” de que nos ha­bla Monod es una ruleta rusa, y en este caso hay seis balas en el cargador. Tenemos algo que perder.

Por fin veamos si la aceptación de nuestro origen puramente ani­mal exige el coraje de la humildad. Es innegable que tiene que ver con algu­na disposición de la voluntad, porque admitir esta doctrina “es una cuestión de fe”[121]. El transformismo constituye una verdade­ra fe, y fe heroica porque los partidarios de la evolución, a seme­janza de los gran­des santos, no sólo creen lo que no ven sino contra lo que ven. Y la inteligencia acepta lo inevidente sólo cuando es movida por la voluntad. En este caso la mente es llevada a aceptar la transformación de una es­pecie en otra por el “deseo científico de no admitir un Acto Creador, inasequible a nuestra comprensión”[122]. Esta incapacidad para soportar el misterio es característica de la creatu­ra espiritual dominada por la orgullosa aspiración de “ser como Dios­”, y por ello, los mismos que  ex­cluyen el “misticismo”, trabajan ar­duamente para construir una ciencia que “proporcionará una explica­ción completa de todos los fenómenos del mundo natural y de todas nuestras experiencias subjetivas… extravagan­te pretensión irónica­mente calificada por Karl Popper como materialismo promisorio”[123]. Los “hijos de la Promesa” aspiran a poseer por sus solas fuerzas una ciencia divina, y esta arrogante pretensión es cualquier cosa menos humil­dad.

La Sagrada Escritura pone en evidencia la conexión entre el or­gullo y la caída en el nivel bestial. Babilonia, símbolo de la so­berbia huma­na, tuvo por rey a Nabucodonosor, quien fue castigado con una forma de locura llamada “zoantropía”, y el Dominador de toda la Tierra, verdadero transformista “avant la lettre”, terminó creyéndose un animal y obrando como tal[124].

Quizá sea éste el momento adecuado para explicar por qué los evolu­cionistas no aciertan a dar con el eslabón perdido: cometen el error de San Agustín, cuyo ánimo extrovertido buscaba el objeto de sus deseos en las cosas del mundo sin darse cuenta de que lo llevaba en su propia alma: “Mira que Yo estaba dentro de ti mis­mo” [125]. Porque ese mis­terioso vínculo entre el hombre y el mundo infe­rior no es un montón de huesos carcomidos sino una disposición espiri­tual: la del hombre que, para huir del Creador, bestializa y proclama al mono “intimior intimis­simo meo”[126]. Los que han removido la superfi­cie del planeta para desente­rrar la pieza clave no logran entender que el famoso bicho jamás ha fal­tado a la cita, testigo de esfuerzos y fatigas. Y así los sabios van en pleno día y lámpara en mano, en afanosa búsqueda de lo que ellos mismos son, cual nuevos Diógenes (¡quien también impresionó a sus contemporá­neos por la mezcla de lo humano y lo animal: “cínico”, el perru­no!)

Sin embargo, los modernos no se limitan a insistir en el error de los antiguos, que por no haber querido glorificar a Dios tributa­ron cul­to a las aves, cuadrúpedos y reptiles[127]. Aquellos paganos, en efecto, tenían un severo criterio de admisión en el círculo exclu­sivo de los dioses y así idolatraban un número relativamente pequeño de animales. Mas la superstición de los modernos posee característi­cas oceánicas: la vida, dicen, tiene su origen en la materia y tal proceso es un fenómeno unitario, sin discontinuidad alguna. Entonces no sólo la sustancia pri­mordial es infinitamente adorable, sino tam­bién cada una de las especies plasmadas a lo largo de ese curso as­cendente:

“Si debido a algún cambio interior llegase a perder sucesi­vamente mi fe en Cristo, mi fe en un Dios personal, mi fe en el espí­ritu, me parece que continuaría creyendo en el mundo. El mundo es, en último análisis, la primera y única cosa en que creo. Vivo por esta fe y siento que me abandonaré a esta fe por en­cima de todas mis dudas en el momento de morir, […] a la fe confusa en un mundo uno e infalible me abandono dondequiera que me conduzca”[128].

En este caso, la lógica exige que el campo de la idolatría se extienda desde la bacteria y la ameba hasta Sagan y Gould: todo bicho que camina va a parar al panteón. Si San Pablo viniese hasta nosotros volvería a com­probar que el desconocimiento del Dios verdadero hace a los hombres extraordinariamente religiosos.

Esta superstición domina sus mentes de un modo tan despótico que en su afán de preservar incontaminado el dogma fundamental: “En el princi­pio era la Materia y en ella estaba la Vida”, hacen que el úl­timo hallazgo de la ciencia sea un plagio de las más antiguas imáge­nes de la poesía, pues interpretan con absoluto prosaísmo los símbo­los elaborados por épocas más sensibles al misterio para sugerir las maravillas de la concepción y el nacimiento. Los mismos que hacen mofa de los “tabúes” sexuales cristianos, se ven forzados a concluir que, sin sombra de metá­fora, nacemos del repollo y la cigüeña, porque “si cada uno de los orga­nismos ‒microbios, plantas y animales‒ es nuestro primo, transformado a lo largo de miles de millones de años de tortuosa evolución a partir de un ancestro común”[129], entonces la clave de la existencia humana estuvo encerrada, en los tiempos remo­tísimos, en un arcaico primo repollo y la corriente de la vida llegó hasta nosotros después que la interacción de las proteínas y los áci­dos nucleicos hubo formado y dejado atrás a la tía cigüeña (aunque la experiencia nos obliga a admitir una ligera variante para la subespecie “homo democraticus argentinus”, cuya línea vital evidentemente ha labrado su curso a través del zapallo y el papagayo).

Todos somos primos, ni que decir; ya no es necesario estar chi­flado como Francisco de Asís para llamar “hermano” o “hermana” a cada uno de los productos del mágico 50.000 veces seis. Pero ya que “primo” en España significa “tonto”, nos parece que el juicio cabal sobre el nuevo amanecer que trae la visión evolucionista fue dado por Shakespeare en uno de sus habituales momentos de lúcido pesimismo: “La vida es una fá­bula narrada por un idiota”[130]; y mucho antes que el Bardo de Avon, por los versículos bíblicos que descubren los pensamientos de los ateos haciendo de este modo propio el juicio de los impíos:

“Hemos nacido de la nada,

y pasado lo presente seremos como si nunca hubiésemos sido. […]

el tiempo de nuestra vida es una sombra que pasa;

ni hay retorno después de nuestra muerte;

porque queda puesto el sello, y nadie vuelve atrás”[131].

Hasta aquí llegó nuestro amor. Si para mostrarnos dóciles a la pri­mera sentencia délfica hemos recorrido este largo camino, la obe­diencia a la segunda inscripción del Templo de Apolo: “Nada en exce­so”, nos obliga a desechar el seductor mensaje de Lamarck, Darwin y Sagan porque sus consecuencias son decididamente excesivas. Oscuran­tistas sin remedio, elegimos pertenecer al grupo de los deprimidos cuya lúgubre visión del mundo los lleva a afirmar que no fueron nece­sarios siglos y siglos de tortícolis para que la jirafa pudiese sabo­rear las hojas más elevadas; aunque preferiríamos vernos libres de culpa y cargo, no caeremos en la tentación de atribuir a los papagayos que nos gobiernen los papanatas… o las hienas.

X – Apología del Palurdo

Ya que no podemos mostrar el coraje de Kammerer y Lysenko, ten­gamos al menos la osadía de posar nuestra mirada sobre la elusiva jirafa, y cuando oigamos en nuestro interior una voz insinuante que nos proponga verla como un fugaz compromiso entre un hipopótamo que se cansó de ser gordo y petiso y algún pájaro de la pradera africana, hagamos nuestra la convicción del palurdo y procla­memos a los cuatro vientos: “¡Ese animal no existe!”

Si sabemos aferrarnos a tal certeza, se nos caerá la venda de los ojos y descubriremos en el palurdo al último representante de la Filo­sofía que nació cuando empezaron a difundirse confusos rumores sobre el carácter ilusorio de la Existencia y la realidad del Perpetuo Flujo. Entonces el viejo Parménides salió al cruce de la Pesadilla que ame­nazaba cubrir el mundo como una marea negra y negó de una vez y para siempre ese movi­miento sin ser, el triunfo universal de la descomposición. Toda nuestra historia ha sido en definitiva un combate en­tre la contemplación y la mistificación; nos va la vida en esa bata­lla: “Allí donde no hay vi­sión el hombre perece”[132], porque cae en manos de los visionarios.

Dos miradas hicieron dos ciudades, y no hay conciliación ente ellas, pues ¿qué acuerdo puede haber entre la luz y las tinieblas? Sin embargo, los cristianos de cuño modernista intentan llegar a un acuerdo que les obtenga el favor de los ateos y proponen un evolucio­nismo “teís­ta” que ama a Cristo porque es el centro del mundo. Mas ese procedi­miento no lleva a nada: quienes hoy nos encontramos junto a los ríos de Babilonia, no podemos descolgar las arpas y entonar cánticos para nuestros opresores. Si deseamos salvar la salud mental, la gracia y mostrar una caridad operante a los que nos hacen el mal, debemos tomar el arpa y romperla misericordiosamente en la cabeza de los mitómanos. La espiritualidad del arpa es la única ade­cuada cuando triunfa el guita­rreo: “Ya no durmáis, ya no durmáis, pues ya no hay paz en la tierra”.

Quien sepa luchar junto al último filósofo en la última trinche­ra contra la sofística de los supersabios y los apóstatas se verá libre del cautive­rio en Babel, donde los hombres no se entienden porque apoyan sus entendimientos en el vacío. El Cruzado de la Úl­tima Cruzada descubrirá un mundo nuevo, pues siempre el resultado del buen combate es la visión; descubrirá asombrado que cada ser, ina­preciable y misterioso, vela y revela al Creador, quien nos narra la Gran Historia oculto en su obra. El que al contemplar el Universo vio que todo era bueno, tuvo cuidado de enseñarnos que Uno sólo es Bueno para que entendiésemos que todo nos habla de Él y Él nos habla a través de todo, a fin de que nunca se interrumpa el diá­logo.

Cuando el ojo de la mente percibe esa luz que sostiene toda ex­is­tencia, Aristóteles vuelve a tener razón y Erasmo Darwin debe to­mar lugar entre los necios y mentirosos, porque el mundo, lejos de mostrarse como un incesante movimiento sin rumbo , manifiesta su se­creto bajo la imagen de la escalera: ella nos sugiere no sólo una jerarquía comparati­va entre las diversas creaturas, sino ante todo, una fuerza ascensional lanzada al infinito que apetece la unión de la Tierra y el Cielo, como lo hizo notar Chesterton en su ensayo “Las Alas de Piedra”[133].

Las peores mentiras son las medias verdades, y al afirmar que la vida consiste en una perpetua inquietud e insatisfacción, los evolu­cio­nistas tratan de distraernos del sentido vertical de ese anhelo. ¿Y quién puede estar detrás de tal mentira sino el Padre de la Mentira? Las razones que llevan a los materialistas a pensar que no hay Dios nos obligan a concluir que hay Diablo, pues así como ellos perci­ben una sugestiva similitud formal entre los vivientes (y la malin­terpretan), así también nos llama la atención el sonsonete de las ide­ologías que hechizan a nuestro tiempo y creemos dar con su sentido: todas ellas explican los fenómenos que caen en su campo por un proce­so que parte siempre de lo inferior y llega, en curso a la vez for­tuito e inevitable (¡el azar y la necesidad: el último slogan del evolucionismo!) a los niveles superio­res.

El marxismo quiere que los más altos logros del espíritu sean una mera superestructura de lo económico; la psicoanálisis disuelve la mente en la infraconciencia; el modernismo enseña que la fe es la simple emo­ción religiosa elevada a la enésima potencia; el progresismo está con­vencido de que la his­toria es un avance tan absolutamente fatal que al­guien con la sufi­ciente clarividencia podría haber previsto en el incen­dio de Troya nuestro airoso tránsito a la madurez cívica. El evolucio­nismo, por fin, pregona la identidad fundamental del proceso que causa las di­versas formas vivientes a partir de la materia primordial. Esta re­ducción a lo ínfimo, que da origen a todo lo demás por un desarrollo ciego e inflexible, excluye cualquier posible búsqueda de la Causa Pri­mera, que es también la Verdad Primera: tal es la Mentira por ex­celencia del Padre de la Mentira. Y tenemos otro indicio que delata al Inspirador de esta mistificación: el arte de la Transformación es uno de los capí­tulos principales de la Magia Negra, y la razón de esto es que Pata de Cabra sabe que puede desviar pero no suprimir el dinamismo de la Natura­leza hacia su Creador.

Ya que el Diablo miente con medias verdades, Dios, astuto con los astutos, permite que a veces los embusteros iluminen el camino hacia la verdad. Y por ello el Evolucionismo es una doctrina falsa pero útil pues nos da una imagen muy adecuada para que compren­damos nuestra misión en el mundo que, según Aristóteles, está suspendido de Dios por el deseo. Ese apetito que la criatura tiene del Creador quedaría insatisfe­cho a menos que, inspirados por las patra­ñas de Lamarck y Darwin, haga­mos crecer cuatro descomunales patas y un interminable pescuezo al Uni­verso, para que la realidad vea colmada su más vehemente ansia.

Los mismos que rechazaron la escalera de Aristóteles nos sugie­ren que cada creatura es un peldaño de la universal escala de Ja­cob, y el modo de ascender es confundir a los sofistas con las verda­des de Pero­grullo: las jirafas son jirafas, las manzanas crecen en los manzanos, el hombre desciende del hombre, el ser es y el no ser no es. Al nombrarlo, el mundo se hace espíritu en la mente, y nuestro ascenso a la Fuente del Ser, la Luz y la Vida le permite retornar al Hacedor. De este modo, “todos los ríos vuelven a su manantial”[134], y “Dios es todo en todas las cosas”[135].

Nos enteramos de la última novedad tan pronto caemos en la cuen­ta de la antigua verdad, y tal vez estas páginas (que amenazan resultar más fastidiosas que Zoonomia) sirvan para que apreciemos mejor la pro­fundidad y justeza de la grandiosa confe­sión:

“Tú formaste al hombre a tu imagen y sometiste a su poder las ma­ravillas del Universo, para que en tu nombre dominara la Creación y te alabara constantemente por la grandeza de tus obras por Jesucristo Nues­tro Señor”[136].

[1]  Job, 39 pass.

[2]  Lefèvre, J., Introducción al Estudio de las Ciencias Biológi­cas, Ed. del Cruzamante, Bs. As., 1985, p 40.

[3]  Taylor, G. R., El Gran Misterio de la Evolución, Bs. As., Sud­ame­ricana-Planeta, l984, pp 44-45

[4]  Sermonti, G. y Fondi, R., Más allá de Darwin, Tucumán, UNSTA, l984, p 114.

[5]  Simpson, G. G., El Sentido de la Evolución, Bs. As., EUDEBA, 1963, p 204.

[6]  Marnell, W. H., El Orden Creado por el Hombre, Bs. As., NOVA, 1971, p 311.

[7]  Taylor, op. cit., . 44.

[8]  Sermonti, op. cit., p 9.

[9]  Taylor, op. cit., p 45.

[10]  Taylor, op. cit., p 44.

  [11]  Por medio del esfuerzo, a las estrellas.

[12]  Artigas, M., «Las Fronteras del Evolucionismo», Madrid, EPALSA, 1985, p 91.

[13]  Artigas, ibíd. Darwin no ocultó que Wallace había elaborado la misma teoría de modo independiente; sin embargo, Wallace quedó poster­gado porque el primero en divulgar que “la vida de los animales sal­vajes es una lucha por la existencia en la que siempre han de sucum­bir los más débiles y los menos perfectamente organizados” fue Dar­win. Wallace no le guardó rencor; aceptó llamar a la teoría que él había elaborado en Mala­sia “Darwinismo” y reconoció que Darwin la había expuesto mejor de lo que él era capaz de hacer. Pero este epi­sodio revela la artería de Darwin, sobre la cual volveremos. En su obra El Universo Inteligente, Grijalbo, Barcelona, l984, p 30, Fred Hoyle narra detalladamente la traición de Darwin a Wallace.

[14]  Taylor, op. cit., p 46.

[15]  Lefèvre, J., op. cit., p 38.

[16]  Citado por Díaz Araujo, E., El Evolucionismo, Paraná, Ed. Mikael, 1981, p 13.

[17] Sermonti, ibíd., 1.

[18]  Sermonti, op. cit., p 2.

[19]  Raffard de Brienne, “Évolution: Mythe ou Réalité», Lecture et Tradition, 143-144, enero-febrero 1989, pp 2, 4.

[20]  Carta a Lasalle, Correspondencia Selecta.

[21]  Castellani recuerda que las palabras griegas terminadas en “is” son femeninas.

[22]  Apud Fariña Videla, A., Drama y Mensaje de Sigmund Freu­d, Paraná, Ed. Mikael, 1981, pp 117-118.

[23]  Si no puedo persuadir a los dioses del cielo, moveré los infiernos (Eneida VII, 312).

[24]  Así Hablaba Zaratustra, Prólogo de Zaratustra.

[25]  Meinvielle, J., Teilhard de Chardin o la Religión de la Evolu­ción, Theoría, Bs. As., 1965, p 162.

[26]  “Oración a Santa Clara”, Decíamos Ayer, Sudestada, Buenos Aires, 1968.

[27]  Carta del 9-V-1951.

[28]  Meinvielle, J., Teilhard de Chardin o la Religión de la Evolu­ción, Theoría, Bs. As., 1965, p 162.

[29]  Éditions du Seil, Paris 1961, 60-65.

[30]  Uno de sus divulgadores entre nosotros.

[31]  Castellani, L., “Un Libro de Gilson y Telar de Chardón”, Dictio, Buenos Aires, 1976, p. 486.

[32]  “En Torno a un Científico”, en Notas a Caballo de un País en Crisis, p 469.

[33]  El Azar y la Necesidad, Ediciones Orbis, 1985, pp 41-42.

[34]  Revista Jauja, Nº 32, pp 43-44.

[35] Gratwanderung, Brife der Freundschaft an Karl Rahner, Kösel, Müunchen, 1994, 472 páginas.

[36] Teólogo y filósofo judío (1878-1965).

[37]  P 38.

[38]  P 296.

[39]  Fundado por el P. Lombardi, cuya heterodoxia señaló Castellani en Los Papeles de Benjamín Benavides, Parte Tercera, Capítulo IX.

[40]  P 416.

[41]  P 419.

[42]  Il Roveto Ardente [El Zarzal Ardiente], San Paolo, Roma, 1998, p 65.

[43]  “The So-Called Unity of Living Things”, 18-VI-1927, “The Illustrated London News”, Collected Works, T XXXIV, Ignatius Press, San Francisco, 1991, pp 328-329.

[44]  Chesterton, “Simplicity in the Orient”, The Illustrated London News, 13-VI-1931, Collected Works, Ignatius Press, San Francisco, 1991, p 539.

[45]  “The Higher Nihilism”, en “The Well and the Shallows”, Collecterd Works, Ignatius Press, San Francisco, 1990, T III, p 423.

[46]  Pp 32, 56, etc.

[47]  P 13. Cursivas nuestras.

  [48] En otro artículo hemos hecho referencia a la fortuna esquiva de los ideólogos, cuya causa se nos escapa por completo.

[49] Sermonti, op. cit., p 34.

[50]Sermonti, ibíd., p 33.

[51]  Díaz Araujo, op. cit., p 110.

[52]  Taylor, op. cit., pp 47-49.

[53]  Nahúm 1, 8; Job 5, l4.

[54]  Taylor, op. cit., p 5l.

[55]  Taylor, ibid., pp 50-5l.

[56]  Ibíd.

[57]  Artigas, op. cit., pp 97-98.

[58]  Raffard de Brienne, D., “Évolution: Mythe ou Réalité”, Lec­ture et Tradition, Janvier-Février 1989, pp 40-46.

[59]  Op. cit., p 94.

[60]  Apud Artigas, op. cit.

[61]  Issekutz Wolsky, M. De y Wolsky, A., apud Fondi, Más allá de Darwin, p 262.

[62]  Leith, B., El Legado de Darwin, Barcelona, Salvat, l982.

[63]  Chauvin, R., La Biologie de L’Esprit, Mónaco, 1985, pp 23-24.

[64]  Leith, op. cit., p VII.

[65]  Clarín, l2-04-88, Secc. Ciencia y Técnica, p l.

[66]  Superfuerza, Biblioteca Científica Salvat, pp 216-217, 257-258.

[67]  Las Cinco Vías Frente a la Física Reciente, NAO, Dic. 1984, p 11.

[68]  Raffard de Brienne, D., op. cit., pp 16-17.

[69]  Artigas, op. cit., p 46.

[70]  Fondi, op. cit., p 134.

[71]  Fondi, ibíd., p 41.

[72]  Leguizamón, R., En Torno al Origen de la Vida, Ed. Fidelidad, Buenos Aires, 1987, p 37.

[73]  Leguizamón, op. cit., p 40.

[74]  Ibíd.

[75]  Chesterton, G. K., apud Maycock, A. L., The Man Who Was Or­thodox, Dobson Books Ltd., London, 1963, p 149.

[76]  Leguizamón, op. cit., p 65.

[77]  Artigas, op. cit., p 50.

[78]  Publicista que explicó en Asalto a la Ilusión los trucos por él empleados en la campaña electoral de Alfonsín.

[79]  Fondi, op. cit., p 177.

[80]  Citado por Fondi, op. cit., p 191.

[81]  Fr. Harrois-Monin y Fr. Monier, “El Paraíso Estuvo en África y Eva Fue Negra”, La Nación, Suplemento Dominical, 07-02-88, p 11.

[82]  Sermonti, op. cit., p 49.

[83]  Citado por Sermonti, op. cit., p 5l.

[84]  Sermonti, op. cit., pp 57-59.

[85]  Bs. As., Grijalbo, 1982, p 39.

[86]  Revista Christian Order.

[87]  The Sciences, Nov.-Dec., 1986, p 65.

[88]  Muy Interesante, junio 1987, “Cómo Comenzó la Vida”, pp 23-25.

[89]  Salet, G., Azar y Certeza, Madrid, Alhambra, 1975, pp 45-45.

[90]  Salet, G., op. cit., 50, 53, 69.

[91] Leguizamón, R. O., En Torno Al Origen De La Vida, Ediciones Fidelidad, Buenos Aires, 1987, p 111.

[92]  Clarín, l5-09-87, Sección Ciencia y Técnica, pp 2-3.

[93]  Leith, B., op. cit., pp 133-136.

[94] La Nación, 7 – V – 95, Suplemento Cultural, p 4.

[95]  Leguizamón, op. cit., pp 114-117.

[96]  http://www.seti.org/faq#seti1.

[97]  El nanómetro equivale a la milmillonésima parte del metro.

[98]  “Limiti dell’evoluzione ed informazione biologica”, radiospada.org, 18-VII-2025.

[99]  Leguizamón, op. cit., pp 102-103.

[100]  Taylor, op. cit., p. 229.

[101]  La naturaleza de algo es su esencia en cuanto principio de actividad.

[102]  Éxodo 3, 14.

[103]  Leguizamón, op. cit., pp 103, 117-118.

[104]  Apud Artigas, op. cit., p 109.

[105]  Taylor, op. cit., p 13.

[106]  Simpson, op. cit., Cap. XII y Epílogo, pássim.

[107]  Marnell, op. cit., p 315.

[108]  Apud Artigas, op. cit., p 66.

[109]  Eccli., 18, 1.

[110]  Apud Artigas, op. cit., p 111.

[111]  Apud Artigas, op. cit., p 88.

 [112]  Apud Artigas, op. cit., p 90.

[113]  Artigas, op. cit., p 50.

[114]  “El Efecto Mariposa”, La Nación, 2-05-88, pp 8-9.

[115]  Von Franz, apud Sermonti, op. cit., p 93.

[116]  Fabro, C., Drama del Hombre y Misterio de Dios, Madrid, RIA­LP, 1977, pp 184-185.

[117]  Taylor, apud Artigas, op. cit., p 103.

[118]  Monod, J., El Azar y la Necesidad, Madrid, Hispamérica, 1985, p 30.

[119]  Sap. 11, 20.

[120]  Apud Artigas, op. cit., p 80.

[121]  Leakey y Lewin, apud Díaz Araujo, op. cit., p 13.

[122]  Graffon, apud Díaz Araujo, op. cit., p 12.

[123]  Eccles, John, Prólogo a Las fronteras del Evolucionismo, de Arti­gas, M., p 6.

[124]  Daniel, 4, 26_30.

[125]  La Verdadera Religión, 39, 72.

[126]  “Más interior que lo más íntimo mío” (Confesiones III, 6, 11).

[127]  Rom. 1, 21-23.

[128]  Teilhard de Chardin, apud Frenaud, Georges, Estudio Cr­ítico sobre el Pensamiento Filosófico y Religioso de Teilhard de Chardin, Buenos Aires, Iction, 1963, p 21.

[129]  Sagan, C., Muy Interesante, junio 1987, “Cómo comenzó la vi­da”, pp 23-25.

[130]  Macbeth, I, I, 26.

[131]  Sabiduría, 2, 2.5.

[132]  Proverbios, 29, 18.

[133]  En “Alarmas y Digresiones”, Obras Completas, Barcelona, Plaza y Janes, 1967, T. II, pp 1022-1025.

[134]  Ecl. 1, 7.

[135]  Eccli. 43, 27.

[136]  Prefacio de la Santa Misa.