Salía ella de un auto que se había detenido ante una lujosa mansión, cuando yo estaba por atravesar la calzada. A señora tan encopetada, espíritu dinámico y dominante, hecha a mandar a juntas y comisiones, a distribuir mercedes, a poner en “su sitio” a reverendos asesores, yo no me hubiera atrevido a hablar si no es porque había de trasmitir un encargo de mi inmediato superior consistente en que cierta orden de la dama había sido cumplida. Cuando ya me sentía halagado porque se había dignado añadir a la conversación un par de preguntas generales, me vi sobrecogido por un cambio repentino en sus facciones y por este talegazo a quemarropa:
–Usted es un to-ta-li-ta-ria-nis-ta indecente.
Turbado por aquellas facciones aquilinas; tal vez por descubrir en ellas un bozo claramente perceptible, dije, maquinalmente:
–Eso no me lo dice usted fuera de la calle… en la calle no me gusta dar espectáculos.
–Eso se lo digo a usted aquí y en su casa.
–En mi casa no me lo dice usted.
–¿Cómo que no?
–No, porque yo vivo en una pensión.
–Debí haberlo adivinado; ¡un advenedizo!
–Sí, venimos de las sierras de Córdoba.
–Bueno… un hombre sin arraigo, que vive en una pensión.
–En efecto, mi madre la puso porque no daba mucho una pensión de patricia argentina, para los seis que éramos.
–Ya se está poniendo Usted sentimental.
–Es que no desayuné bien.
–Eso es denigrante a nuestra nación. Argentina es el país donde mejor se come.
–Siempre habrá alguno por ahí, a quien no le vaya tan bien. Sin embargo, es verdad que Bamberski[2] dijo que era el mejor país para negocios.
–Está usted mostrando la oreja. Todos hemos de sufrir alguna escasez y molestia.
–En efecto. Seguramente usted no usa ahora más que uno de sus dos autos.
–Yerra usted miserablemente. Hace meses que no he ido más que en taxi… Y además todo eso es esquivar la cuestión. Usted es un totalitarianista despreciable. He oídos sus sermones y de la enjundia y síntesis de ellos veo con claridad que está usted faltando a las encíclicas papales.
–¡Demonio!
–Descaradamente, a las encíclicas papales.
–¡Es admirable!
–¿Qué es admirable?
–¡Nada! ¡Nada!
Nada, ahí era nada. Lo admirable era no solo que aquella dama con tanto aplomo llegara a entender inequívocamente el sentido e intención de las encíclicas sino lo que es más difícil, la enjundia de mis sermones. ¿Quién me iba a decir a mí que se podía hacer nada menos que una “síntesis” de mis prédicas? Pero ahí la tenía hecha como al vuelo.
Me preocupaba esto en mi interior, pero más me tenía en zozobra otro punto concreto. Estaba temiendo todo el rato que me examinase a bocajarro sobre lo qué era “totalitarismo”. Y eso, así de golpe, francamente no vale. Precisamente tengo en esta materia un secreto del que me embargaba una pueril vanidad; y es sencillamente que yo había condenado en mi interior todo eso que hacía el Tercer Reich (creo que es el tercero ¿o es la Internacional la que es la tercera[3]?)… Bien pues, el hecho es que yo ya había condenado todo eso de los nazis… simplemente antes que lo hiciera el Papa. Tengo miedo, la verdad, de parecer irreverente, y no quiero líos: por eso me lo callé, pero no hay que negar que la cosa tiene su mérito. Claro está que el Papa lo pone todo tan bien hablado, con tanta teología y sobre todo, que hasta que él lo confirmó, no podía uno estar seguro… Pero ya ¿para qué hablar? Toda esa mi nonata vanidad, se vino abajo. De nada me sirvió lo que yo me complacía en considerar como buen sentido de sabueso católico.
Pero mi dificultad inmediata era otra. Ustedes háganse cargo. Yo sé que toda la basura que anda suelta por Alemania y también lo que se dice de ellos. Confieso con humildad que me gusta enormemente el libro de propaganda[4]: ¡qué diablo! A mí me parece que está muy bien escrito; y lo ponen todo muy claro, con pinturas y teléfonos y algún mono, y hasta en colores. ¡Y luego, lo barato que resulta! Ya sé adónde ir y recoger lo último y salir cargado con un buen mazo, sin que lo llamen a uno “un vivo aprovechado”.
Quiere decirse que a mí Rosenberg[5] no me la pega: es un sinvergüenza, portavoz de sinvergüenzas, perseguidores de la religión, de lo más envenenado. Y sé lo que dicen los Obispos (Se creerá esa señora que no sé pronunciar Faulhaber[6], con una aspiración en medio).
Pero que me preguntara de repente qué es el totalitarismo o si había totalitarismo fuera de Alemania o en alguna república de América o si el Papa se había referido al tal “ismo”, era cosa de muchísima ansiedad.
–¿Y en qué conoce usted mi totalitarianismo?
–¡Oh, en mil cosas!
¡Cielos!, mi consternación no tuvo límites. Había, sin yo saberlas, mil pruebas, infalibles al parecer de totalitarianismo…
Así pagamos los hombres que no estamos por las cosas modernas, a causa de nuestro atraso y presunción… ¡Siempre con la idea de que las señoras no se las pueden haber con nosotros! ¡Y que aquellas cabezas que desde el púlpito vemos inclinadas sobre el pecho, están dándose a la devoción…! ¡Qué esperanza! Eso sería antes. Allí estaban todo el tiempo barajando las mil maneras de constatar el dichoso “ismo” y sabe Dios cuántos “ismos” más. Pero es que ellas tienen sus conferencias y cursos y quiera Dios que no haya más de una que no se arma un lío con cánones, tesis y concilios, pero ya no es posible esquivar a las otras, bien pertrechadas de crítica razonada. Y lo que es peor, de eso que llaman “intuición femenina” contra la cual de poco me iban a servir mis “sobresalientes” del seminario.
Y en todo pasa igual. Antes era solamente la sorna llanota de mi colega, que se metía con posibles tropezones de mi liturgia. Hoy mis más devotas hijas sacan dardos emponzoñados de su dorado misal, y me preguntan al salir: “Padre, ¿qué prefacio dijo Ud. hoy?” ¡Estamos mandados retirar por senilidad prematura… pese a nuestras aficiones deportivas! ¡Qué triste es todo eso!
–¿Pero no hay alguna manera clara de probar ese “ismo” –dije– descubriendo un tanto mi ignorancia, en plena desesperación.
–¿Qué quiere usted decir: “una manera”?
La turbación me hizo querer disimular con la broma.
–Qué sé yo, algún trabalenguas, o decir con una papa caliente en la boca: “Von Papen está constantinopolizado, lo van a desconstantinopolizar”… o ver si se dice con la fluidez del hábito “Hell Hitler”.
–No alcanzo a ver que llegue usted a ser gracioso. Además descubre usted su ignorncia, porque no es “hell” sino “heil”… aunque acierta usted sin querer, porque “hell” significa infierno, en inglés… Claro que en alemán significa “claro”.
–¡Claro! – dije sin comprender, completamente arrollado por la erudición.
–Ahora que si usted leyera como debe las encíclicas…
–Pero si las leo, señora.
–Sin penetrar el espíritu de la Iglesia o de Cristo. Tanto hablar de autoridad, autoridad, orden, disciplina; usted no quiere entender que esto es un país democrático, nadie más democrático que Cristo y su espíritu de Ud. no es el de Cristo.
–En eso yo me defendía hasta ahora con aquello de “En esto conoceréis que sois míos, si os amáis”, lo cual ahí tiene usted–, es lo que yo llamo una señal relativamente clara.
–¿Cómo puede usted hablar de amor? ¿Qué le han hecho a usted los judíos?
–¿A mí? ¿Pero quién ha dicho nada de los judíos?
–¡Pues entonces!
–Entonces, nada, sino ¡quién fuera judío para tener amigos!
–Usted no sabe lo que dice.
–No lo sabe.
–Diga no lo sé. Y luego en sus conversaciones particulares ¿no habla usted constantemente de gobiernos fuertes y de repartir al pueblo ventajas y de que el Estado lo haga, si es necesario y de comprar con él, y de tener paciencia, y de otras muchísimas cosas tanto y más sospechosas que estas?
¡Horror! Mis conversaciones particulares habían sido descubiertas. No me importaba eso que iba diciendo que parecía ser política, de lo cual yo suelo estar crónicamente en ayunas, pero aquello de mis chistes predilectos…, las críticas al diocesano, las chirigotas sobre la Reverenda Madre; aquellos números que compré y guardé del Cascanuez. ¡Todo estaba patente a los ojos y a la crítica implacable de la dama y posiblemente de su justiciera tertulia!
–Y desde luego el Padre Juan Artemio y el Padre Bermúdez[7], sus amigos, lo mismo– continuó incoercible.
–Pero si a mí siempre me llamaron el más selvático antiautoritario…
–Usted desvaría, o lo parece… ¡Oh, qué molestos! ¡Todos son igual! Si no fuera yo el extremo de la consideración y la bondad, aparte de mi asiduo cuidado de cultivar la caridad cristiana, especialmente con los ministros del Altísimo, por indignos que sean, tengo ya evidencia suficiente para convencerle a usted de quintacolumnista.
Esto fue el golpe final. Mi cabeza giró y me desvanecí sobre el borde de la acera.
Cuando me sacaron de debajo del guardabarros de un colectivo que frenó a tiempo, sólo pude repetir entre sueños unas palabras incoherentes:
–Quinta-columna: agente X-12-133, evacuado servicio.
Al poco me hallé en la comisaría bajo estricto interrogatorio.
Me sacaron de allí, pero fue para conducirme a una celda de observación en Vieytes[8]…
Sentado en el suelo y reclinado en la mullida pared escribo todo esto en letra menuda sobre un cuello almidonado.
Se aceptan cigarrillos y revistas atrasadas.
Cherchez la femme.
* * *
[2] Alude a Otto Bemberg. Cfr. “La Solicitada de los Bemberg”, 15-I-1945.
[3] La Internacional Comunista, creada en 1919 por Lenín; agrupaba a los Partidos Comunistas del mundo y se había fijado el objetivo de terminar con el Capitalismo y establecer la Dictadura del Proletariado.
[4] Se refiere a la propaganda inglesa en la Argentina.
[5] Alfred Rosenberg, colaborador de Hitler y teórico del racismo ario.
[6] Arzobispo de Munich. Se opuso a la teoría racial de Rosenberg y a quienes excluían el Antiguo Testamento de la Revelación, además sostuvo que ningún católico debía perseguir a los judíos por ser tales. Castellani lo entrevistó cuando estuvo en Alemania.
[7] Probablemente se refiere a los Padres Amancio González Paz y Hernán Benítez.
[8] Alude a un famoso manicomio de la antigua calle Vieytes, hoy Barracas.
