LA CAUTIVA

LA CAUTIVA[1]

El Simbolismo Religioso del Martín Fierro

“María es la criatura más modesta y escondida del Universo,

fuente sellada del Creador”.

(Castellani, El Evangelio de Jesucristo, Introducción, V-Los Evangelios)

Alrededor de 1995 visitamos con dos amigos a Roque Raúl Aragón en su casa de Burruyacu. En el curso de una interesante conversación se explayó en argumentos y reflexiones sobre Hernández y su poema, y sus palabras nos llevaron a escribir poco después el presente trabajo, que tuvo a bien mencionar en “Introducción al Martín Fierro”[2]. Dedicamos estas páginas a su ilustre memoria.

I – UN MILAGRO LITERARIO

Los buenos oficios de Benito Magnasco ante el Presidente Sarmiento permitieron a José Hernández poner fin a su exilio en Brasil e instalarse en Buenos Aires en 1872 con la promesa de no publicar en los periódicos. Se alojó en el “Gran Hotel Argentino”, sito frente a la Casa de Gobierno, y allí permaneció de marzo a octubre, ocupado en la redacción final de un poema que había comenzado a escribir en el destierro para “alejar el fastidio de la vida de hotel”[3]. Cuando terminó el escrito, decidió que su criatura, El Gaucho Martín Fierro, saliera a conocer el mundo[4], y lo publicó a fines de ese año.

Lo que para el editor era un “interesante folleto” resultó, según Leopoldo Marechal, “un milagro literario. Y tomo la palabra «milagro» en su cabal significación de un «hecho libre» que se da súbitamente fuera y por encima de las leyes naturales y de las circunstancias ordinarias.

“Ubíquese al Martín Fierro en la literatura nacional de su época, y se lo verá surgir, monumento grave y solitario, entre las simples, bien que auténticas, formas de la poesía folklórica, o entre las no auténticas ni simples formas de una poesía erudita que, presa ya de un complejo de inferioridad que gravitaría largamente sobre las virtualidades creadoras del país, dedicaba sus empeños a la mímesis del romanticismo francés o del pseudo clasicismo español:

De naides sigo el ejemplo,

naide a dirigirme viene,

yo digo cuanto conviene

y el que en tal güeya se planta,

debe cantar, cuando canta,

con toda la voz que tiene”[5].

Más aún, Lugones no dudó en afirmar que Martín Fierro es el mayor poema épico de la lengua castellana. Antes de justificar esta aserción recordemos que Borges niega que nuestro poema nacional sea una epopeya, en primer lugar, porque el protagonista no es un héroe, sino un desertor; además, la obra pinta un cuadro abominable de la vida militar. El libro es una novela en verso, cuyo quejumbroso sentimentalismo está muy por debajo de la reciedumbre viril de Ascasubi. La confusión de Fierro con un cuchillero de 1870 nos exime de refutar estos juicios. Pasemos a las razones que sustentan el dictamen lugoniano:

“Este juicio que me reportó Don Santiago Lugones de su hermano mayor, me desconcertó al principio, pareciéndome exageración patriótica: o bien «ese gusto argentino por las grandezas inexistentes». Examinando aparece justo: el Poema de Myo Cid es demasiado informe y métricamente rudo para ser un gran poema, falta «la vibración de la belleza en las palabras», como juzga Disandro, aunque su contenido épico sea mayor que el del nuestro; las «epopeyas» del Renacimiento –la mayor La Araucana– son artificiales imitaciones de Virgilio, métricamente correctas y aun brillantes, pero de contenido épico endeble o falso. El Martín Fierro, más robusto que el Tabaré, es lo suficiente correcto en la forma y genuino en el fondo para fundar un gran poema; y hace excepción –única– al severo juicio de Disandro: «En la literatura argentina destácase la más absoluta carencia de sentido religioso»”[6].

Castellani responde a una objeción sobre el mérito del Martín Fierro que le hizo el pintor manresano Joaquín Talaverón:

“«Es un poema demasiado tosco e imperfecto; es demasiado informe para ser una epopeya.» Por eso mismo es más preciado por más genuino, pues refleja mejor hasta en eso el estado de la civilización en estas naciones: nos retrata mejor hasta con sus deficiencias”[7].

Mas es necesario conocer sus deficiencias para no pasarse a la otra alforja atribuyéndole un mérito mayor del que tiene:

“Hay que saber sus límites y defectos así como los de su autor. Los defectos no son solamente los que observa Gálvez[8], a saber: mala sintaxis y caprichosa puntuación –que a veces son adrede, como escribió Hernández a Zoilo Miguens y corrigió Leumann en su eximia edición crítica– ni el uso de términos que no están en el diccionario –españolísima lengua dice Unamuno–, sino más bien que hay sextinas que no dicen nada, y hay epítetos y metáforas infelices, traídos por la fuerza del consonante. Que algunas cosas sean inverosímiles, como la payada final con el Negro Chico, ellas pertenecen a la convención del poema y tiran a mostrar la sabiduría natural del hombre de campo… criollo”[9].

Antes de tratar el sentido religioso de la obra consideraremos brevemente otros temas, procurando atar los cabos sueltos al final de este trabajo. Comenzamos con la vida del autor, porque la gran obra de arte es una confesión, y “José Hernández, como todo gran poeta, retrató su alma, y aun en grado mayor que otros grandes poetas; y trazó una especie de gran parábola de las peripecias de su vida, incluso de su vida interior que es más vida que ninguna”[10].

II “MATRACA”

José Hernández nació el 10 de noviembre de 1834 en la Chacra de Perdriel, casi en el límite de los actuales Partidos de San Martín y San Isidro. Sus padres fueron Rafael Hernández e Isabel Pueyrredón. Estos simples datos ocultan, sin embargo, un gran enredo que condujo a un hecho que Roque Raúl Aragón juzga decisivo para nuestro poeta.

La grave discordia civil que afloró con la independencia, hizo que con frecuencia las familias de uno y otro bando cortasen el trato. Mientras los Hernández eran federales sin vueltas, los Pueyrredón militaban en el partido unitario. Por ello el hidalgo español Don José Gregorio Hernández no quiso que su hijo Rafael se casara con una Pueyrredón.  Pero los novios obtuvieron permiso del juez y la boda tuvo lugar el 20 de enero de 1833.  Enfadado por lo que juzgaba una afrenta a la autoridad paterna, Don José Gregorio tomó distancia de los esposos, y ni siquiera se ablandó con el nacimiento de su nieta Magdalena.

Cuando el año siguiente nació un varón, los padres “le iban a poner José Rafael, los nombres del abuelo y del padre. Pero pasaban los meses y no lo bautizaban. Un día de invierno de 1835 Rafael, que estaba en la chacra, tomó una determinación: le llevaría el chico a su padre y le pediría que lo apadrinase. Seguramente por lo incierto del resultado no fue nadie más de la familia. Isabel, que seguiría resentida con su suegro, le encargó al marido que hiciera madrina a la Virgen de la Merced. (Esto es una conjetura). Don José Hernández Plata vivía en una quinta de Barracas, junto al Riachuelo. Desde las chacras de Perdriel, […] había que atravesar todo Buenos Aires para llegar allí. El viejo se derritió en presencia del nieto. Inmediatamente tomaron un coche y fueron a la ciudad. Precisamente ese año se había abierto el acceso por la calle Defensa. Lo bautizaron en la Iglesia de la Merced. […] Era el 27 de julio de 1835. Si el madrinazgo de un hada tiene presagio de hazañas, qué no será el de la Madre de Dios”[11].

A mediados del año siguiente, Rafael se trasladó al sur de la Provincia para atender los campos de Rosas, Anchorena y otros estancieros. El padre del poeta llevó consigo a su esposa, pero dejó a José y su hermana mayor Magdalena bajo el cuidado de sus tíos Mariano y Victoria Pueyrredón, a quien el futuro poeta comenzó a llamar “Mamá Totó”.

El asesinato del caudillo riojano Juan Facundo Quiroga en febrero de 1835 levantó el clamor universal para que Rosas fuera nombrado por segunda vez Gobernador de Buenos Aires, cargo que asumió el 15 de abril con la Suma del Poder Público.

Francia intentaba entonces crear un Imperio, y sus gobernantes pensaron que no tendrían grandes dificultades en civilizarnos. París se querelló ante Don Juan Manuel, encargado de las relaciones exteriores de la Confederación, por el supuesto atropello a súbditos franceses radicados en estas salvajes tierras, y además exigió para sí el trato de nación más favorecida. Como el Gobernador no cedió, una escuadra comandada por Leblanc puso bloqueo sobre Buenos Aires en marzo de 1838.

Con el apoyo de los marinos gabachos, Lavalle invadió Entre Ríos, mientras el Teniente Coronel Maza, hijo del Presidente de la Legislatura porteña, se había comprometido a asesinar a Don Juan Manuel. En el Sur, un grupo de hacendados se lanzó a la rebelión, y Gregorio Aráoz de Lamadrid encabezó una coalición antirrosista en el Norte. La situación de Don Juan Manuel era desesperada, ya que parecía imposible sostener guerras en todos los frentes con las rentas de Aduana suspendidas por el bloqueo.

La Mazorca respondió con una violencia: durante el “Terror” (de octubre de 1840 hasta abril de 1842) hubo entre 50 y 80 ejecuciones y casi siempre tenían el carácter de represalias, con las que castigaban no solo la traición a la Patria de los unitarios, sino también las atrocidades que sus ejércitos habían cometido en el interior.

Es necesario advertir que “los teóricos y primeros ejecutores de la política terrorista fueron unitarios”[12]. El poema de Hernández encerrará un alegato contra este señorío de la vida y la muerte que siempre se arrogaron los unitarios y sus hijos legítimos, los modernos liberales, y que contrasta con la política de los federales, quienes se solían contentar con el destierro de sus enemigos. Prueba de ello es el aviso que Juan José Hernández (tío del poeta y federal “neto” como todos los Hernández) envió a la chacra de Mariano Pueyrredón y “Mamá Totó” (unitarios conspicuos) por un asistente, quien simuló estar borracho y comenzó a vociferar que nadie se libraría del degüello; “ni ésta”, dijo señalando a la pequeña Magdalena. Los Pueyrredón dejaron los niños a cargo del abuelo paterno y emigraron a Brasil.

José comenzó sus estudios en 1841, en el Liceo Argentino de San Telmo, y pronto dio muestras de una memoria estupenda, que más tarde asombraría a cuantos lo conocieran: “le dictaban hasta cien palabras, cuenta su hermano Rafael, y él «las repetía al revés, al derecho, salteadas y hasta improvisando versos y discursos sobre temas propuestos, haciéndolas entrar en el orden en que habían sido dictadas.» Recordaba páginas enteras de memoria. Cuando sea legislador hablará muchas veces sin apuntes, barajando citas y números con una precisión desconcertante. Si le preguntaban una cifra, respondía en el acto como una computadora”[13].

En julio de 1843 murió su madre, y tres años después Rafael lo llevó a los campos del sur, en la frontera con los temibles Pampas, donde conoció al gaucho y él mismo se hizo gaucho. Cuando estaba por cumplir los 18 años, se separó del padre y comenzó a recorrer sus propios caminos.

Dominado por la pasión política, intervino en los enfrentamientos de una guerra civil que parecía no tener fin. Tratemos de poner en claro la situación para explicar las idas y vueltas de Hernández. Urquiza se había pasado al Brasil aduciendo que era necesario deponer a Rosas para organizar definitivamente al país, pero el resultado de su traición no fue la armonía sino un caos en el que rosistas, urquicistas y unitarios buscaron mantenerse a flote por medio de extrañas alianzas, que sólo podía llevar agua al molino liberal.

El 11 de setiembre de 1852, se produjo en la Capital un golpe unitario, apoyado por rosistas acérrimos, que desconoció a Urquiza como titular del Gobierno Nacional; el caudillo entrerriano no quiso imponer su voluntad al pueblo porteño, y de ese modo Buenos Aires se desvinculó de la República hasta 1861.

El rosista Hilario Lagos, aliado de Urquiza, no aceptó la segregación y convenció a Don Justo de usar la fuerza para disciplinar a la díscola Ciudad del Plata, a la que Lagos puso sitio. En auxilio de Buenos Aires fue llamado el caudillo de Azul y Tandil, Pedro Rosas y Belgrano, en cuya milicia había sentado plaza Hernández. El choque se produjo en el Rincón de San Gregorio, el 22 de enero de 1853, con suerte adversa para los sureros, que se dispersaron “como la flor del cardo”. El futuro poeta apenas logró salvar la vida.

La derrota no menguó su decisión de luchar por la causa porteña, y el 8 de noviembre de 1854 participó en el combate de El Tala, donde el General Hornos venció al urquicista Gerónimo Costa. Sin embargo, Hernández no permaneció en la milicia, porque a causa de un duelo con un oficial debió pedir la baja.

El paso del tiempo le hizo ver que no había servido a Buenos Aires, sino a los unitarios, y en 1858 decidió imitar a muchos rosistas porteños, que había emigrado a Paraná, porque consideraban a Urquiza al sucesor natural de Don Juan Manuel. Allí comenzó a relacionarse con los personajes influyentes de la ciudad, pero no por ello tomó distancia del pueblo humilde: “Frecuenta los reñideros de gallos cruzando a Santa Fe, donde pululan los galleros, y, al decir de Del Río y Segovia, también es asiduo concurrente al mercado «donde se pasa escuchando los dichos y chistes gauchescos de carniceros, todos criollos de pura cepa y de indumentaria campera». Puede que su fidelísima memoria […] le haya servido para volcarlas luego en el Martín Fierro. Era un hombre simpático, abierto, bondadoso, generoso, leal. Conversaba con gracia. Era original y chispeante en sus decires. Tenía la réplica rápida y el don de la oportunidad. Salpicaba sus frases con ocurrencias felices y criollísimas. Ya los amigos le llamaban «Matraca» por su vozarrón de trueno y su incansable y nunca agotada facundia. De «órgano de catedral», calificaría a su voz Benjamín Posse”[14].

En mayo de 1859 estalló una vez más la guerra civil, y el 23 de octubre siguiente Urquiza derrotó a Mitre en Cepeda, donde unos dicen que luchó Hernández y otros lo niegan. Sea como fuere, el entrerriano no quiso tomar Buenos Aires, sino que acampó en San José de Flores, y entró en negociaciones, en las que el vencedor se comportó como vencido[15]. Los parlamentos condujeron a la firma del Pacto de Unión Nacional, que en realidad entrañaba pocas renuncias para el Puerto y daba a sus dirigentes la oportunidad de postergar con diversas excusas la reincorporación al país.

En febrero de 1860 Derqui fue elegido Presidente. Por esa época Hernández comenzó a trabajar en la Contaduría Nacional, luego fue taquígrafo del Senado, y por último, secretario privado del Vicepresidente Pedernera. Durante tres semanas colaboró en El Nacional Argentino[16] y fue corresponsal de La Reforma Pacífica. En setiembre de 1860 se reunió en Santa Fe la Convención Reformadora de la Constitución. Allí conoció Hernández a Sarmiento: “miraba a todas partes como un desaforado, manifestando en todos sus movimientos una agitación y algo de malestar que no le permitía estar tranquilo”[17].

En 1861 Buenos Aires declaró nulo el Pacto y Derqui, envió a Urquiza ‒ahora Gobernador de su Provincia‒ para terminar con la secesión. El 18 de septiembre volvió a derrotar a Mitre en Pavón (donde no sabemos si Hernández combatió), pero cuando la caballería adversaria había sido puesta en fuga, el entrerriano retiró a sus hombres del campo. “Urquiza tuvo datos ciertos de que Derqui quería deshacerse de su influencia absorbente y apoyarse en las provincias del Centro y del Oeste […] y su plan era hacer la paz de cualquier manera, aun a costa de entregar una batalla”[18]. Pero hay otra explicación del hecho: tanto Urquiza como Mitre eran “hijos de la Viuda”, empeñada en que el Puerto se alzase con el cetro del país. Derqui huyó y, excepto Urquiza, todos los Gobernadores federales fueron depuestos.

Los masones afirman que ese año el poeta ingresó en la logia “Asilo del Litoral” en Paraná; dejamos para más adelante la valoración de esto.

En 1863 se casó en Paraná con Carolina del Solar. El 12 de noviembre de ese mismo año fue asesinado en Olta el caudillo riojano Ángel Vicente Peñaloza, quien había sido Teniente Mayor de Quiroga. El crimen llevó a Hernández a escribir una serie de artículos, recopilados con el título de Vida del Chacho, en los que denunció las ideas y métodos de Sarmiento.

Cuando los emigrados entendieron que nada podían esperar de Don Justo, buscaron nuevos rumbos. Hernández pasó a Corrientes en 1866, donde fue Ministro del federal “apostólico” Evaristo López, volteado en 1868 con la complicidad del Gobierno Nacional. El año siguiente nuestro poeta se instaló en Buenos Aires, donde fundó El Río de la Plata, en cuyos artículos hizo conocer a los distraídos porteños la situación de los hombres de campo.

El 11 de abril de 1870 fue ultimado Urquiza, entonces Gobernador de Entre Ríos, en su palacio de San José. La Legislatura provincial nombró Gobernador a Ricardo López Jordán, quien nunca había perdonado a Don Justo la traición de Pavón y el apoyo a Mitre en la guerra del Paraguay. Sarmiento consideró el asesinato de Urquiza como un acto de rebelión y envió tropas nacionales a Entre Ríos. López Jordán decidió resistir, y Hernández se jugó una vez más por la causa federal incorporándose a las fuerzas entrerrianas. En este conflicto, último enfrentamiento de los ejércitos portuarios con los provincianos, los montoneros sorprendieron a los nacionales en varias oportunidades, pero el 26 de enero siguiente fueron aniquilados por los Remingtons y cañones Krupp de los porteños, y nuestro poeta nacional se vio obligado a exiliarse en Santa Ana do Livramento, donde es probable que haya comenzado a escribir su obra magna, que, como hemos visto, editó meses después de su regresa a Buenos Aires en 1872. Debió exiliarse una vez más, ahora en Uruguay, y sólo en 1875 pudo establecerse definitivamente en la Patria.

Cuatro años después publicó La Vuelta de Martín Fierro, cuyo título había sido elegido por un público impaciente, que reclamaba la segunda parte. Ella refleja un cambio psicológico del autor, quien entendió que la causa federal había sido derrotada y decidió luchar por sus ideales desde adentro, y así fue primero Diputado y luego Senador del Partido Autonomista. Aragón ve en esto una “aflojada” de Hernández; Castellani, por su parte, explica así que la vida del poeta no coincida con la representación del hombre argentino asumida por la obra.

“José Hernández fue poeta, no estadista. Como poeta era infalible; como orador era lo que dijo Aristóteles: «el hombre de los argumentos probables». Cuando los dioses quieren perder a una nación, le mandan una manga de oradores. […]

“Metido en un enjambre de parlamentarios y politiqueros, por mimetismo tuvo que asimilarse de algún modo. Así que acogió el lugar común de «Rosas-Tirano», contradiciendo al poeta que en la Primera Parte había loado al máximo el período de gobierno de Rosas; cayendo así en vergonzosa vulgaridad. Hay que creer al Poeta, y no al Orador, propenso siempre a la transigencia cuando no al macaneo”[19].

Falleció en su quinta de Belgrano, el 21 de octubre de 1886; sus últimas palabras fueron: “Buenos Aires… Buenos Aires…”. Los diarios anunciaron que había muerto el Senador Martín Fierro.

III. RESUMEN DEL POEMA

LA IDA

Martín Fierro vive feliz con su mujer e hijos ocupado en las faenas camperas, que no le resultan una carga, pues le permiten mostrar su temple y destreza. En una oportunidad concurre a una pulpería donde exhibe su habilidad de cantor, y el Juez de Paz aprovecha la ocasión para arrear a los presentes a la frontera.

Allí, Fierro es despojado de los escasos bienes que había llevado consigo, debe luchar contra los salvajes en inferioridad de condiciones, porque el armamento de la tropa es inadecuado. y no recibe paga alguna por sus servicios. Castigado por reclamar sus haberes, luego debe soportar una estaqueada por la torpeza de un centinela gringo. Harto de la miseria, los atropellos y con la perspectiva de dejar sus huesos en el desierto, al tercer año se hace desertor.

Cuando vuelve al pago, encuentra su rancho convertido en una tapera; le dicen que su mujer se ha ido con otro, mas nadie sabe qué ha sido de los muchachos. Cegado por el odio, decide insubordinarse contra la iniquidad que lleva el nombre de “justicia” y vive sin paradero fijo, vago a los ojos de la autoridad y evitando constantemente el encuentro con los milicos.

La suerte lo lleva a una pulpería, donde toma de más para olvidar sus desgracias, y en tal condición se mofa de una negra y del moreno que la acompaña; éste saca el cuchillo para vengar la afrenta, pero muere en el duelo. Fierro vuelve a desgraciarse cuando un bravucón amigo del comandante lo provoca y paga la ofensa con su vida.

Finalmente la policía lo ubica en un pajonal, donde pelea con bravura y astucia, y así logra matar o herir a varios de la partida. Cuando su situación parece irremediable, uno de los que venían por él, el sargento Cruz, se pone de su lado, pues “no consiente que se mate así a un valiente”, y juntos ponen en fuga al resto de los chafles.

Superado el peligro, Cruz relata sus desventuras, semejantes a las del protagonista, y, ya que son astillas del mismo palo, deciden pasar a la tierra de los infieles, donde esperan librarse de la suerte reculativa, porque allí no llega la arbitrariedad del Gobierno. Cuando está por cruzar la frontera, Fierro rompe su guitarra y luego vuelve la mirada a los últimos poblados sin poder evitar que un par de lagrimones le bañen el rostro.

LA VUELTA

Al llegar a la toldería se produce un enorme alboroto, pero los desterrados consiguen salvar el pellejo porque un cacique decide retenerlos como cautivos. Allí son testigos de la inhumanidad extrema de los pampas, que se manifiesta sobre todo en el maltrato a la mujer, nota distintiva del salvaje: Fierro mismo ha visto a uno de ellos, irritado, degollar a una chinita y arrojársela a los perros.

Cruz se contagia de las viruelas, que hacen estragos entre los indios, y antes de morir pide a su compañero que busque a su hijo si logra volver a tierra de cristianos. El héroe sepulta al amigo, ruega por él y pone una tosca cruz en la tumba.

Para encontrar algún consuelo, Martín suele echarse junto a esa cruz con los pensamientos fijos en su familia, su pago y su compañero. En una de estas ocasiones oye unos lamentos que lo sacan de su apatía y se dirige al lugar de donde vienen los llanto, y descubre con horror que un pampa atormenta a una mujer. Sigue un tremendo duelo que termina con la muerte del indio, y al punto Fierro y la Cautiva emprenden el riesgoso cruce del Desierto. Cuando llegan a la tierra donde crece el ombú, Martín besa el suelo que no pisa el salvaje, deja a la mujer en una estancia y decide volver a la civilización, aunque corra el riesgo de ser capturado por la Justicia, “pues, infierno por infierno, prefiero el de la frontera”.

Encuentra a un viejo amigo, quien le informa de la muerte del juez, por cuya culpa había pasado tres años en el fortín, dos como gaucho matrero y cinco entre los indios; sus antiguas cuentas con la autoridad están olvidadas y de ahora en más podrá vivir sin recelo y presentarse donde le cuadre.

En una carrera organizada por varios estancieros, a la que va para curiosear, pues no tiene ni un medio, es reconocido por sus hijos, quienes le dicen que su esposa ha muerto en un hospital después de muchas miserias. Luego cada uno de los muchachos relata su historia:

El mayor, injustamente acusado de un crimen, conoció la soledad matadora de la penitenciaría, donde aguardaba que su inacabable proceso judicial llegara a término.

Por su parte, el menor cuenta que ha debido soportar la tutela de Viscacha, taimado, ladrón y asesino de su mujer porque le había cebado un mate frío. Después que el viejo acabó sus días maldiciendo al Padre Eterno, el muchacho se enamoró de una viuda, sin saber que estaba enredada con el cura, quien, para evitar que le soplara a su “hija de confisión”, lo acusó ante el juez de ser un mozo perdido, y así, en el primer contingente, lo echaron a la frontera.

Mientras Fierro y sus hijos celebran que la casualidad les haya permitido encontrarse, cae un mozo forastero, que responde al nombre de “Picardía”, y solicita licencia para contar su historia: huérfano, fue volantinero de un circo que lo llevó a Santa Fe, donde lo recogieron unas tías beatonas, de las que huyó, harto de rezar todo el tiempo.

Anduvo como pelota y más pobre que una rata hasta que aprendió a manejar la baraja y, en combinación con el dueño de una fonda, desplumaba incautos. Como el Diablo no duerme, pronto surgieron complicaciones: un ñato muy enredista, Oficial de partida, tomó a mal la guasa de Picardía y se propuso ajustar las cuentas cuando tuviera oportunidad de hacerlo.

La ocasión se dio en unas elecciones, en las que el ñato quiso imponer a los votantes la lista mandada por el comité. Por no aceptar que le tocaran la boleta, Picardía fue puesto en el cepo y poco después debió comparecer ante el Oficial encargado de formar el contingente, quien le dijo que era un bandido como su “antesucesor”. El joven dedujo que el Comandante sabía quién era su padre; se empeñó en averiguarlo y descubrió con alegría ser hijo del bravo Sargento Cruz. Como el buen hijo debe hacer honor a su padre, desde entonces comenzó a enmendar sus faltas con empeño constante.

En la frontera debió soportar la desdicha y los rigores ya mencionados por Fierro: vivir cubierto de andrajos, sin cobrar jamás el sueldo y sometido a castigos inhumanos.

Un arrogante moreno interrumpe el festejo del rencuentro, y desafía a Fierro a cantar en contrapunto. El héroe del poema acepta el reto para defender su prestigio, y así comienzan a payar.

Cada uno propone al otro una serie de cuestiones, que son respondidas satisfactoriamente, pero después de contestar a la última demanda de su adversario, el negro declara que ha venido no solo a cantar, sino sobre todo para cumplir un deber de conciencia: vengar la muerte de su hermano mayor, el moreno al que, en sus tiempos de fugitivo, Martín había matado en la pulpería.

Fierro no rehúsa el envite, mas los presentes se interponen e impiden que el duelo tenga lugar. Al trotecito, como quien no tiene miedo, los cuatro se dirigen a la orilla de un arroyo, donde pasan la noche contando historias ocurridas en los años de ausencia.

Como la indigencia les impide vivir juntos, deciden separarse, pero antes Fierro da a los muchachos consejos tomados de su dura experiencia.

Según Castellani, en estos avisos se encuentra el elogio de las cuatro virtudes cardinales impregnadas por la Fe, pues no son las virtudes del estoico sin Dios, sino del hombre que finalmente ha encontrado en medio de sus desgracias los caminos ocultos de la Sabiduría.

Antes de separarse a los cuatro rumbos deciden cambiar de nombre y se hacen una promesa secreta, que Hernández no revela. Como todavía le quedan rollos por si se ofrece dar lazo, declara su intención de relatar la tercera parte, que por desgracia la muerte le impidió componer.

IV -“LA NEGRA ENTENDIÓ LA COSA”[20]

Lo dicho explica por qué la oligarquía mientras pudo cubrió el poema con un manto de silencio: a diferencia de la morena del Martín Fierro, los oligarcas portuarios de negrísima alma vieron que la prudencia aconsejaba hacerse la gallina distraída.

“La intelectualidad portuario-liberal olió no sin razón en el fondo del Martín Fierro una intención política y una condena del nuevo «Estado» inaugurado en la Argentina después del 53”[21].

“El grito unitario se inicia con la carta de –fingida– felicitación de Don Bartolomé Mitre a Hernández. […] El General Mitre, furibundo enemigo político de Hernández, le agradece el envío de su libro con un elogio fingido y trivial («su libro es un verdadero poema») y una tergiversación de su contenido, el cual sin duda no se le escapaba a Mitre; y que éste esquiva, reprochando a Hernández que fomentara «la lucha de clases» oponiendo ricos y pobres. Absolutamente equivocados por malicia. Mitre sabía que lo que opone el poeta es la raza argentina nativa, perseguida y en vías de extinción, y las novísimas autoridades de 1853, que responden a la oligarquía mercantil porteña, encabezadas por las logias masónicas. O sea, que Mitre entraba directamente en el baile; y se hace el loco”[22].

“El grito unitario tuvo dos formas: la conspiración del silencio sobre el libro y el vituperio de su héroe. Cuando apareció, ningún diario de los 30 de Buenos Aires lo recordó, excepto el periódico La Pampa que le dedicó una noticia paupérrima. Cuando apareció la Segunda Parte, el silencio no podía mantenerse ante los 68.000 ejemplares ya vendidos y el entusiasmo del pueblo; y entonces los periódicos se dieron por enterados, diciendo en general que era un libro «chistoso»; o sea confundiendo a Hernández con el petimetre Estanislao del Campo; o reduciendo todo el libro al episodio de Vizcacha.

“Después desto vino el vituperio del héroe, «gaucho cornudo y malevo», como dijo Sáenz y Quesada, que contagió incluso a Calixto Oyuela. Hasta hace muy poco, los Inspectores de Escuelas oficiales proscribían dellas al poema, porque era la inmoral apología de un criminal y tenía «lenguaje incorrecto». Esto lo oí yo a un inspector con mis propios oídos. Conforme a esto, la intelligentsia liberal del país lo ignoraba o despreciaba”[23].

“La rehabilitación del gaucho Hernández vino del campo, que comenzó a leerlo con pasión; y de España, donde sus dos mayores pensadores, Unamuno y Menéndez y Pelayo –este último con alguna reticencia– proclamaron entrado este siglo que el tosco poema era poesía española de la mejor; y lo mejor que había dado la Argentina. Un nuevo campeón se alzó aquí poco después: Leopoldo Lugones, que en sus conferencias de 1915 en el Odeón, a las cuales asistía el Presidente Roque Sáenz Peña, y en el libro que salió de ellas El Payador –el mejor de los suyos en prosa– impuso simplemente el Martín Fierro con un acabado análisis lingüístico, estético y social. Lástima que en el análisis filosófico –el primero y último capítulos, La Vida Épica y El Linaje de Hércules– falle Lugones; que aquel entonces había encontrado la tradición griega de nuestra civilización, y no todavía la romana y la cristiana, que halló después. […]

“El rechazo del Martín Fierro continúa en nuestros días, aunque en sordina. Octavio Bunge, Martínez Estrada, Borges, entre los escritores, mantienen todavía la actitud de la oligarquía del 70”[24].

“Dos cuentitos de Borges, en Antología Personal, cambian los personajes del poema, Fierro y Cruz, para ensuciarlos; y los convierten en dos vulgares criminales. A Fierro lo hace morir en desafío a manos del hermano menor del otro moreno asesinado por él en la Primera Parte, cosa netamente contraria a lo que dice Hernández. No es lícito y sabe a felonía el birlarle dos personajes a un poeta para travestirlos cambiándoles el sentido. Si Borges hubiese inventado –«creado», dicen hoy– a Fierro y a Cruz, serían suyos y podría hacer con ellos lo que se le antojara. Pero birlárselos a Hernández es como si yo tomara a Don Quijote y lo transformara en Alejandro Borgia; o lo hiciera morir como el viejo Vizcacha, blasfemando, y más loco, en vez de converso y cuerdo”[25].

En la crítica al poema de Miguel D. Etchebarne Juan Nadie – Vida y Muerte de un Compadre, Castellani expone la diferencia entre el malevo y el gaucho:

“El compadre, nos guste o no, es un genuino producto porteño; y lo que es muy importante, es un producto diferente del gaucho. Es opuesto”[26].

Sobre el libro de Martínez Estrada, escribe Castellani:

“El libro Muerte y Transfiguración de Martín Fierro es un mamotreto de dos tomos, con más de 400 páginas cada uno, difuso, pesado y, lo que es peor, desatinado. El autor declara que «es pesimista como Hernández»; en realidad diez veces más: los gauchos son miserables, la Conquista española fue miserable, la Colonia fue miserable y la Argentina actual miserabilísima. […]

“«Las reflexiones aquí vertidas –escupidas sería mejor– acaso con exceso de prolijidad» (Tomo II, p 440). En realidad no son «reflexiones» sino vómitos de bilis. […] Poeta sin duda; pero encaprichado en ser filósofo; y su filosofía consiste en su resentimiento”[27].

“En esta obra –dice Fermín Chávez– el autor quiere explicar por la vida privada de José Hernández, con la ayuda de Freud y de Kafka, lo que en realidad se explica sencilla y llanamente por el régimen mitrista que impera en la Argentina, que ha de continuar Sarmiento con leves variantes personales”[28].

De este modo, concluye Jauretche, “el gigantesco, barbudo y «machazo» José Hernández se convierte en un «tirifilo» necesitado de asistencia psicoanalítica. Como el Psicoanálisis no estaba en los papeles de la Medicina contemporánea, Hernández descargó sus complejos inventando al gaucho, la frontera, la Ley de Vagos, etc. […] Las distintas alas de la «intelligentsia», por distintos caminos concurren al mismo rumbo. Si para Borges y los suyos Hernández no es más que un poeta, y el personaje un delincuente orillero, para Martínez Estrada es una cuestión psíquica; la finalidad buscada es siempre la misma: ocultar la realidad y la influencia del medio histórico-social para destruir el valor del documento”[29].

V – EL GAUCHO

Martín Fierro encarna al gaucho, al que la cultura oficial ha identificado con el matrero:

“Antes de Sarmiento, Azara, Gillespie, José de Espinoza; después de Sarmiento, una cantidad de gente que ha recibido la versión de oídas, hasta llegar a nuestros presentes cajetillas portuarios. El sanjuanino Sarmiento no conoció al paisano del litoral y de Buenos Aires; y sus mismos rastreador y baqueano, tan celebrados, tienen un fuerte olor literario, como si fuesen retratos de oídas. Mansilla conoció los dos tipos opuestos; sin embargo, rindió tributo a la autoridad de los confusionarios, por lo menos en el vocabulario. Dice así: «Son dos tipos diferentes. Paisano gaucho es el que tiene hogar, paradero fijo, hábitos de trabajo, respeto a la autoridad, de cuyo lado estará siempre… El gaucho neto es el criollo errante, que hoy está aquí, mañana allá: jugador pendenciero, holgazán, enemigo de toda disciplina; que huye del servicio cuando le toca, que se refugia entre los indios si da una puñalada…»

“El «gaucho neto» de Mansilla se llama «malevo» o «matrero», en puridad. No es el gaucho a secas”[30].

A diferencia de Ascasubi y Del Campo, (quienes hablaron del gaucho para burlarse de él), Hernández le dio la palabra:

“[Martín Fierro] es un pobre gaucho, […] un tipo que personificara el carácter de nuestros gauchos, concentrando el modo de ser, de sentir, de pensar y de expresarse, que les es peculiar, dotándolo con todos los juegos de su imaginación llena de imágenes y de colorido, con todos los arranques de su altivez, inmoderados hasta el crimen, y con todos los impulsos y arrebatos, hijos de una naturaleza que la educación no ha pulido y suavizado”[31].

De este modo la epopeya patria retruca las “inexactitudes a designio” propaladas por el autor de Facundo. El poeta no se limita a denunciar el actual estado de cosas, sino que también señala al canonizado por la Masonería como Maestro de América como principal responsable de que corriese tanta sangre gaucha. José María Rosa descubre en Viscacha la expresión de la personalidad del sanjuanino, y en sus consejos, el contenido de su plan “civilizador”[32]; no sabemos si ésta fue la intención de Hernández, pero es innegable que ambos personajes tienen un aire de familia.

Sin embargo, también Sarmiento es argentino, expresión de “la otra Argentina”, de una actitud que arraigó en un sector del país desde su origen, porque la misma España conquistadora pronto quedó dividida por un muro invisible que separaba al hombre tradicional del moderno. Entre nosotros esas mentalidades se encarnaron en dos instituciones: la estancia (el castillo de las pampas) y la tienda, que aspiraba a hacer de la Patria una factoría con el pretexto del adelanto material[33].

Quienes habían decidido no escatimar sangre de gaucho, porque (diría Murena) “el americano está gravado por un doble pecado original”, no entendían que “bajo una mala capa puede haber un buen bebedor”. El hombre de campo era beneficiario de la más alta civilización, pues si bien “no somos una prolongación adulta de España”[34], sin embargo, “el alma es la misma”[35]. Mas el hijo de la tierra llevaba ese tesoro en vaso de barro, porque la semilla sembrada aquí por los misioneros y los conquistadores todavía no se había desarrollado plenamente, y justo cuando el país parecía haber resuelto su conflicto interno y se encontraba punto de superar el estadio de brote para convertirse en fuerte rama del tronco hispánico, Don Justo se pasó al Brasil…

El temple del paisano se muestra en la proeza que realizó calladamente: ocupó la Pampa, cuya dominación los españoles habían comenzado sin llegar, empero, a concluir la empresa:

“Los mestizos, menos aptos para el trabajo de las ciudades, donde el negro los reemplazaba en el servicio doméstico, […] trasladábanse, naturalmente, a la frontera que así vino a constituir su terreno natural […] El gaucho ocupó toda la llanura argentina”[36].

Samuel Haigh, viajero inglés durante las guerras de la Independencia, escribe sobre el hijo del país:

“Usa poncho, chaqueta de paño ordinario; los calzones, abiertos en las rodillas, son de la misma tela. Sus espuelas son de plata o hierro, sobre botas de potro, con enormes rodajas y agudas puntas; sombrero pajizo y pañuelo de algodón completan el traje.

“Siempre lleva lazo y boleadoras, que arroja con admirable precisión al pescuezo o a las patas de un animal, y al instante lo detiene. […]  [Lleva] un gran cuchillo de catorce pulgadas de largo, atravesado al tirador o en la bota. Y así, sencillamente armado y montado en su buen caballo, es señor de todo lo que mira. […]

“Sencillas, no salvajes, son las vidas de esta «gente que no suspira», de las llanuras. Nada puede dar, al que lo contempla, idea más noble de independencia que un gaucho a caballo; cabeza erguida, aire resuelto y grácil, los rápidos movimientos de su bien adiestrado caballo, todo contribuye a dar el retrato del bello ideal de la libertad. […]

“Los gauchos son muy aficionados al aguardiente de uva; pero rara vez caen en aquel estado de ebriedad tan común entre las clases más pobres de Inglaterra”[37].

Después de haber recorrido el país cuatro años (1857-1860), Hermann Burmeister escribió lo siguiente sobre el habitante de nuestros campos:

“Es muy injusto creer que los gauchos son hombres groseros y brutales o aun pensar que todos son salteadores y bandidos, muy lejos de esto, por el contrario, son más bien hombres que tienen dignidad y cierta caballerosidad, por lo cual advierten enseguida la superioridad y se la reconocen a cualquier persona de mayor cultura y más alta posición social que los trate decentemente. No toleran el trato grosero y la pretenciosa arrogancia. Esto despierta en ellos muy pronto pasiones latentes y aquél que pretende tratar de arriba abajo a un gaucho que no está a su servicio, puede estar seguro de escuchar su réplica con el mismo menosprecio. […]

“En general son sobrios, no comen mucho, pero muy ligero y pueden pasarse sin alimento mucho tiempo, sin cansarse, lo que debe atribuirse a la nutrición en que predomina la carne”[38].

“No es pa´ cualquiera la bot´e potro”, mas el gaucho tenía destreza y ánimo para calzarla:

“Es el hijo y señor de una indescriptible generosidad de la naturaleza, un jinete que puede recorrer durante días enteros campos verdes, tierra feraz surcada por arroyos donde abreva hacienda sin dueño. Pero además, un hombre que constantemente se afirma en su capacidad personal, en su fuerza, en su coraje, en su ingenio, en su baquía.

“Desde niño debe aprender a bastarse a sí mismo; su vivir es un vivir venciendo, porque todo: el potro que tiene que domar, el monte por el que debe abrirse paso, el río que debe vadear, todo significa una pequeña o una gran batalla, a tal punto que su sola presencia constituye la prueba, la demostración de una victoria. De una victoria que no concluye nunca. Y es hermoso que así sea. Ha domado un potro. Ha vencido y se sirve de su derrotado. Pero ese animal que no se resigna del todo, o que, resignado, no podrá perder jamás su condición de salvaje dominado, puede mostrar a cada instante esa condición. Entonces […] en medio de la mayor serenidad del mundo, cuando todo es calma, paz, casi beatífica contemplación de la naturaleza, algo, una ráfaga, una flor que se inclina bruscamente, un pájaro que vuela, un reflejo en un charco, pueden provocar una «tendida» en arco, un salto, pero el jinete en una mínima fracción de segundo, antes, lo habrá visto y previsto y habrá ajustado las piernas, ¡todavía!, la alegría de tranquilizar al bruto. ¿Cómo no va a ser ese hombre, altivo, independiente, sereno, rebelde?…

“Habrá que atribuir a Paul Dupont, editor de Santos Vega… París 1872, una nota al pie de la página 3, […] que es bastante expresiva y dice así: «El gaucho es el habitante de los campos argentinos; es sumamente experto en el manejo del caballo y en todos los ejercicios del pastoreo. Por lo regular es pobre, pero libre e independiente a causa de su misma pobreza y de sus pocas necesidades; es hospitalario en su rancho, lleno de sutil inteligencia y astucia, ágil de cuerpo, corto de palabras, enérgico y prudente en sus acciones, muy cauto para comunicarse a los extraños, de un tinte muy poético y supersticioso en sus creencias y lenguaje y extraordinariamente diestro para viajar solo por los inmensos desiertos del país procurándose alimentos, caballos y demás, con sólo su lazo y las boleadoras»”[39].

VI – LA INTERPRETACIÓN DE MARECHAL

El poema de Hernández expresa la pérdida, enajenación del “ser nacional”, pero contiene también la promesa de un “rescate”, o el anuncio y la voluntad de una recuperación[40]:

Vengan santos milagrosos,

vengan todos en mi ayuda,

que la lengua se me añuda

y se me turba la vista;

pido a mi Dios que me asista

en una ocasión tan ruda[41].

“Tal es la invocación que hallamos en el introito de la primera parte. En el preludio de la segunda, Martín Fierro dice:

Siento que mi pecho tiembla,

que se turba mi razón;

y de la vigüela al son

imploro a la alma de un sabio,

que venga a mover mi labio

y alentar mi corazón[42].

“[…] Y en esta desproporción evidente que hallamos entre las advertencias de los preludios y el sentido literal de la obra, nos parecería vislumbrar el anuncio de un sentido simbólico. […]

“Martín Fierro lucha; y es el ente argentino quien lucha en él. Pero es derrotado al fin, y el estilo invasor contra el cual peleaba lo induce a refugiarse. ¿Qué significa ese viaje al desierto y su permanencia en él? Quiere decir, simbólicamente, que por primera vez en su historia, el ente nacional no es el actor protagonista de su destino. Expulsado de la escena, se convierte ahora en un lejano espectador del drama. […] Simbólicamente hablando, el desierto es la imagen de la «privación». […]

“Pero el desierto es también la imagen de la «penitencia» en el sentido de penar y en el de purificarse con la pena; y Martín Fierro cumple ahora en el desierto aquel trabajo de purificación. […] Es necesario que Martín Fierro llegue hasta el fin de su vía penitencial; y ese fin se da, exactamente, cuando Martín Fierro pierde a su amigo Cruz. La soledad del personaje ya es de su cuerpo y de su alma. […] Y dice, refiriéndose a Cruz:

En mi triste desventura

no encontraba otro consuelo

que ir a tirarme en el suelo

al lao de su sepultura[43].

“Ese abrazarse al suelo como alivio único de su desesperanza tiene un valor de símbolo cuya evidencia nos excusa de toda explicación.

Se pone de pie cuando oye los lamentos de la Cautiva, y en este acto simplísimo Marechal descubre lo voluntad de luchar por la recuperación del ser nacional, enajenado y cautivo como la víctima del pampa.

“La Patria misma es la que vuelve con él a la frontera, y que vuelve a la acción desde su destierro, y montada en ese caballo que será eternamente un símbolo de la traslación y del combate. […]

“La clave del Martín Fierro se oculta y se revela en su despedida. Es el instante justo en que Martín Fierro, sus dos hijos y el hijo de Cruz van a separarse. […] Y lo que les trasmite, a modo de consejo, es la ética del ser nacional y su filosofía de vivir, como para que los tres basen en una y en otra su acción futura. ¿Van ellos a cumplir su acción? Dice José Hernández, al iniciar el canto último de su poema:

Después a los cuatro vientos,

los cuatro se dirigieron;

una promesa se hicieron

que todos debían cumplir;

mas no la puedo decir,

pues secreto prometieron[44].

“Los cuatro vientos quiere decir los cuatro puntos cardinales de la patria. Y los viajeros, que por extraña coincidencia son cuatro ahora (ya que el hijo de Cruz aparece al fin con sospechosa oportunidad), se dirigen, en un orden no menos sospechoso, al Sur, al Norte, al Este y al Oeste. Hay en aquella partida una distribución ordenada que yo calificaría de «misional». Y luego, ¿cuál fue la promesa que se hicieron y que todos debían cumplir, y cuyo secreto importaba tanto? Sin duda, fue la promesa de guardar el secreto de una consigna vinculada naturalmente a la misión que se proponían cumplir. ¿De qué misión se trataba? A no dudar, se trataba de una misión tendiente al rescate del ser nacional. […]

“Y en el último canto de Martín Fierro puede rastrearse, incluso, una metodología de la acción:

Mas Dios ha de permitir

que esto llegue a mejorar;

pero se ha de recordar,

para hacer bien el trabajo,

que el fuego pa calentar,

debe ir siempre por abajo[45].

“Trabajar «por abajo», en el humus auténtico de la raza, con la raíz hundida en sus puras esencias tradicionales, he aquí la metodología de su acción futura. Porque el humus de abajo siempre conserva la simiente de lo que se intenta negar en la superficie”[46].

Marechal ha hecho una excelente interpretación política del Martín Fierro “en aquellos valores que trascienden los límites del arte puro y hacen que una obra literaria o artística se constituya en el paradigma de una raza o de un pueblo, en la manifestación de sus potencias íntimas, en la imagen de su destino histórico”[47].

La obra de Hernández, sin embargo, tiene una hondura que no sólo excede lo puramente artístico, sino también el valor documental sobre las desgracias que los vencedores de Caseros trajeron al país, y para dar con la fuerza misteriosa que permitió a un descastado levantarse a la dignidad de héroe, ahondemos en el valor simbólico del poema viéndolo desde la perspectiva religiosa. Pero conviene atender primero a las dificultades que parecen condenar al fracaso nuestra proposición.

VII. OBJECIONES

La primera dificultad surge con respecto a la fe:  es una opinión extendida que el gaucho desvió su religiosidad a las supersticiones. Así, Paul Dupont afirma que el gaucho es supersticioso en sus creencias y lenguaje[48]. Lugones sostiene en El Payador que el habitante de la pampa “no fue religioso, al faltarle en su aventurera vida las sugestiones de la miseria y del miedo, así como el sinsabor de la existencia causado por las civilizaciones decadentes. […] La religión limitábase a substituir con una grosera idolatría de imágenes, las supersticiones indígenas. […] Tal o cual breve oración, como el Bendito, servíale para encomendarse a Dios en los trances duros; temía vagamente a los aparecidos”[49].

También Berenguer Carisomo sostiene que la religiosidad del gaucho se reduce a la superstición, porque no tiene una dogmática y una moral sistematizadas.

Tales afirmaciones no son aceptables si tenemos en cuenta los usos de entonces.

“Mucho se ha discurrido –y demasiado en el aire– sobre la religiosidad de los campesinos de entonces. Unos los pintan como supersticiosos para denigrarlos –sea porque le dan a la «superstición» el sentido verdadero o porque llaman así a las creencias cristianas admitidas con ingenuidad. Otros quieren hacerlos aparecer como desligados de una tradición e informados por un sistema de creencias que emerge del paisaje. La fantasía de los puebleros es capaz de crear dioses. A la gente irreligiosa le cuesta admitir la espiritualidad de los ignorantes. Equiparan ignorancia y rusticidad. Sin embargo, como la cultura se funda sobre el diálogo, la inteligencia de los campesinos se afinaba en las largas conversaciones de esos días apacibles en que las normas que deben regir la vida eran tema de enseñanza y de razonamiento. El campo estaba lleno de capillas o ermitas, y si no había sacerdotes que las atendieran, éstos recorrían hasta las zonas más remotas y allí oficiaban, impartían los sacramentos y predicaban. En ellas, a falta de cura, se rezaba el rosario en común. En muchas estancias se rezaba el rosario todos los días. Pero cualquiera que fuere la vinculación del campesino con el culto, lo indudable es que toda su cosmología y su moral procedía de la Iglesia. No tenía otra fuente de conocimientos. La vida rústica no aminoraba su fe sino más bien la fortalecía. La soledad, como se sabe, es un terreno apropiado para que Dios visite el alma. Y la proximidad de las potencias naturales que nadie puede someter hace que el hombre se sienta una brizna de paja sostenida por la Providencia. Esa partícula que era podía comunicarse con el Creador y ponerse al amparo de los poderes que no se rigen por las leyes de la naturaleza. Sentía entonces una gran superioridad sobre el mundo que lo rodeaba, inclusive sobre el indio, a quien consideraba más próximo a las bestias por carecer de religión. «Cristiano» significa «hombre» en el lenguaje campesino. El padrinazgo era una institución tan firme como el matrimonio. Las jaculatorias, invocaciones y trisagios estaban a flor de labios. La autoridad –padres, abuelos, tíos, padrinos, patrones– tenía poder de bendecir; se besaba la mano que bendecía. El saludo de los viajeros que llegaban a las casas era gritar «Ave María purísima» desde el caballo. «Sin pecado concebida», o «Gratia plena», le contestaban. «Dios mediante», «si Dios quiere», se decía para enunciar un propósito; «Dios no permita», para conjurar una posibilidad adversa. En los ranchos había cruces e imágenes de santos que se «velaban», es decir, se alumbraban con velas en signo de petición o agradecimiento. La gente llevaba medallas y escapularios para protegerse de los enemigos”[50].

Este cuadro sobre la condición espiritual del paisano es válido para el tiempo que corre desde la Colonia hasta la caída de Rosas; en ese lapso el pueblo mantuvo su fe gracias a la obra apostólica de –algunos, no todos– misioneros y párrocos. Caseros entregó el país al liberalismo, y esto no fue sólo un cambio político, sino religioso, ya que detrás de los principios rusonianos se oculta una herejía cristiana: “la religión de la Libertad”, como tantas veces repitió Castellani. En lugar de combatir el error teológico, el Alto Clero eligió la componenda con quienes se proponían robarnos el alma.

La gente sencilla comenzó a advertir el doble juego, y, como verdadero poeta, Hernández sacó esto a luz: la obra, en efecto, presenta el testimonio de cinco criollos (Fierro, sus dos hijos, Cruz y Picardía) sobre el infierno en que se les había convertido la vida, y ninguno de ellos hace referencia a un miembro de la Iglesia que se haya jugado en su defensa. El Negro que paya con Fierro dice que en su niñez un fraile le enseñó muchas cosas sobre la naturaleza[51], pero, aunque esto sea obra de misericordia, no es propiamente sacerdotal. Si bien hubo excepciones, a gran parte del clero no se le vio el gesto de solidaridad con quien era atropellado a causa de su fe ni se empeñó a fondo en la lucha contra la injusticia.

A los que dicen: “Nosotros nos ocupamos de los que vienen a la iglesia; los demás, que se arreglen” o “¿para qué me voy a meter si total no soluciono nada?” –palabras que hemos escuchado a un Obispo y a un ex candidato a– hay que responderles:

“Solamente el poder espiritual, representado en los países católicos por la Iglesia, puede posibilitar con su función normal –y en nuestros tiempos con salidas heroicas– la que llaman fecunda «revolución desde arriba», que es hoy día lo único para evitar la infecunda «revolución desde abajo». El terrible poder estatal, sobre todo cuando en nuestros tiempos turbados debe ejercerse absoluto, necesita un contrapeso que no puede venirle sino del Espíritu, eminentemente representado en el mundo cristiano por la Iglesia”[52].

Como vimos, el único cura que aparece en el poema manda al hijo menor de Fierro a la frontera para que deje de arrastrarle el ala a su concubina. En El Payador, Lugones considera al episodio “desopilante”, pero a la luz de la Fe, el testimonio del poema sobre el clero causa muy poca gracia.

Además, encontramos a “la Bruja”, aprendiz de fraile, beatón, refinado y vil, a quien sus rezos y devociones no le impiden forrarse a expensas de la comida de los soldados…

Nuestro poema nacional no sólo da ejemplos particulares de una religiosidad cada vez más informe, sino que denuncia el abandono espiritual del criollo por un clero que se lava como Pilatos los pies[53]:

L´echan l´agua del bautismo

Al que ayer nació en la selva:

“Buscá madre que te engüelva”,

Le dice el flaire y lo larga,

Y dentra a cruzar el mundo

Como burro con su carga[54].

Y en la conclusión del poema, que Castellani tiene por testamento de Martín Fierro:

Es el pobre en su orfandá

De la fortuna el desecho,

Porque naides toma a pecho

El defender a su raza:

Debe el gaucho tener casa,

Escuela, Iglesia y Derecho[55].

El Régimen había dejado al gaucho sin casa, escuela ni derecho, pero no podemos atribuir a Mitre y a Sarmiento la responsabilidad exclusiva de que el paisano hubiera quedado sin iglesia, y esto aparece claro en el Martín Fierro.

Aunque comenzaba a recelar de los consagrados, el criollo mantenía la fe; la falta de una dogmática y una moral elaboradas no le impidieron saber que la vida no termina con la muerte y que en el otro mundo hay justicia, que obtiene quien en este mundo no deja en la estaqueada al amigo ni al necesitado que se le cruce en el camino[56]. Tanto es así que al gesto de tender la muano al que se encuentra en un apuro se lo llama “gauchada”.

En segundo lugar, se objeta que mal pudo cantar desde la fe quien practicó el espiritismo o se adhirió a la Masonería, a cuyos miembros la Iglesia impone la excomunión.

Con respecto al primer cargo, Pedro Luis Barcia responde que ningún texto hernandiano refleja la más leve tendencia a buscar la comunicación con los muertos por vías ocultas. Tocante a lo segundo hay dos posiciones: una, la del mismo Barcia, quien sostiene que no es admisible dar por buena la pertenencia de Hernández a las logias sólo porque eso afirme Alcibíades Lappas, un desembozado hijo de la Viuda[57]. La otra es la de Roque Raúl Aragón, con quien conversamos sobre esto, y nos dijo que el ingreso a la secta era casi de rigor para quien entonces (igual que ahora) quisiera actuar en política; y tanto él como Barcia no dudan de la fe de Hernández, quien recusó la ley del matrimonio civil impuesta por el Gobierno de Nicasio Oroño a los santafesinos, y hasta el fin de sus días sostuvo que sin la religión es imposible la convivencia social.

Pero hay una razón de más peso que justifica la dimensión religiosa de la obra, y para exponerla debemos elucidar la génesis del poema: cómo se formó en el espíritu de Hernández.

VIII. LA CREACIÓN INCONSCIENTE

El gran escollo planteado por el Martin Fierro es su desproporción respecto de los demás escritos hernandianos, así que es inevitable preguntarse cómo pudo escribirlo “un pensador mediocre, un prosista descuidado, un orador sin relieve”[58].

Lugones, en este punto seguido por Borges, sostiene que la obra se formó en nuestro poeta, pero no como fruto de su voluntad, sino a pesar suyo, pues al plasmarla el autor fue instrumento de fuerzas que excedían su comprensión: un caso típico de creación inconsciente.

Según Platón, ésta tiene lugar cuando un favor divino arrebata a quien lo recibe y lo vuelve herramienta con la que el dios inspira obras que el artista no podría realizar si no estuviera fuera de sí. “Tínnicos de Calcis es una clara prueba de ello. No nos quedan de él otros versos dignos de admiración que su Peán[59] que todo el mundo canta, la oda más sublime jamás compuesta, y que, según él mismo testimonia, es realmente una obra de las musas[60].

Aunque los modernos no tienen fe en las moradoras del Parnaso, autores competentes reconocen que los paganos habían entrevisto algo sobre el origen suprarracional del gran arte:

“Según algunos teólogos destos tiempos, Bainville, Billot, Grandmaison, Lagrange, la llamada «inspiración» del poeta es un analogado inferior de la «inspiración» del hagiógrafo, una especie de profetismo de plano natural”[61].

“El gran poeta es un alma «abierta a las imágenes del mundo» –como dice Klages–, una especie de antena sensibilísima a invisibles ondas. Fisiológicamente es un «visceral», diríamos: un emotivo constitucional, como el niño. «Una flor se me entierra en el corazón, una estrella se me hunde en los huesos» –dijo uno de ellos. Lo que anormalmente es la psicoplastia del histérico, o sea la facultad de las imágenes para conmover el cuerpo, hasta encarnarse en síntomas somáticos, es normal en estos grandes sensitivos”[62].

Capta el esplendor de la forma inmaterial en lo sensible, el reflejo de la Belleza Increada, y por ello “es el heredero inmediato de algo semejante a lo que los católicos llaman la Revelación Primordial: aquella perspectiva que fue dada del mundo cuando Dios vio su obra era buena”[63].

Esa penetración resulta de la afinidad o connaturalidad entre el sujeto y el objeto, que no es conocido por conceptos o raciocinios, sino por la adaptación del objeto al apetito de quien conoce, amoldamiento que proporciona una suerte de instinto espiritual o psíquico y hace posible juzgar y obrar a partir de la experiencia personal. “Del afecto habitual e intenso, cuando es sano, se sigue el recto juicio sobre el objeto amado”, afirma Santo Tomás. Por ejemplo, el santo no necesita estudiar teología para conocer a Dios; muchas veces la madre sabe qué le sucede a su hijo sin necesidad de conocimientos científicos; aunque una persona virtuosa no posea la ciencia moral, puede discernir espontáneamente lo que es conforme o contrario a la virtud.

En el caso del artista, “no está unido a la materia, pero lo está «habitudinalmente». No ve solamente el mármol, la madero o los colores como nosotros, sino que los «intuye», los ve por dentro, como puede usted cerciorarse, caro amigo, leyendo los dos excelentes libros de filosofía del arte de Diego F. Pro: El Escultor Lorenzo Domínguez  y Conversaciones con el Pintor Bernareggi, editados por la Universidad de Tucumán. El escultor piensa en términos de volumen, masa, proporción y hueco, y no en silogismos como nosotros. El pintor discurre (o mejor dicho, no discurre sino entiende) en términos de cuadros, composición, valores, tonos, luces y sombras. Por eso es tan difícil (y no se lo aconsejo a nadie) o mejor dicho imposible (imposible relativamente) discutir con un artista. El artista discurre en cuadors vivos. Querio decir que entre el artista y su materia –su materia ideal, por decirlo así– existe una afinidad natural intrínseca, como si ella fuese una prolongación de sus manos. Lugones me contó que en la concepción de algunas de sus poesías, las rimas, lejos de serle una dificultad, era lo primero que le aparecía. En los Romances del Río Seco. No antes ni después, sino junto con la «idea»”[64].

El artista adivina lo espiritual en los sensible[65], por ello “Lugones […] hablaba obstinadamente al fin de su vida de «la percepción de la Divinidad en la armonía de lo creado» (frase que filosóficamente debe completarse añadiendo) «en cuanto tal armonía es mimable por el intelecto del hombre». […] Lo captado y aprehendido en esta experiencia no es lo Absoluto, sino la comunión de lo creado entre sí y con la subjetividad, en el fluir existencia de lo creado, que en la conciencia se espeja como en un río”[66].

El proceso creador comienza con una chispa, un levísimo toque en “el fondo de esa subconsciencia intelectual –«diferente de la freudiana subconsciencia del instinto y de las imágenes»–, […] apenas designado a la conciencia por un choque emotivo-intelectual –, o por una invitación al canto de un compás o dos solamente, la cual avisa su presencia sin expresarse, y en la cual está en núcleo toda la obra”[67].

Así se entiende que el poeta, lo mismo que el santo, hable de su obra “como de una cosa distinta de su persona y más grande que ella; no hecho por él, sino en él. Del cual él no es más que el primer depositario y el primer beneficiario: algo así como el órgano o instrumento que le ha dado el ser. Formado como todas las obras geniales en las regiones de la vida profunda, fruto de la naturaleza más que de la voluntad, su autor puede hablar de él con independencia y sin sombra de vanidad”[68].

Herida por la aprehensión de la realidad profunda, la intuitiva comunica su estremecimiento a la voluntad, fantasía y emoción, y de esta actividad sintética brota una imagen que tiene valor de símbolo, cuyo significado excede lo que el poeta es capaz de comprender racionalmente[69].

“La principal cualidad del poeta es el contenido intelectual encendido por el corazón”[70], ya que participa de la que Dante llamó “luce intellettual, piena d’amore”[71]; por ello el lenguaje retrocede a sus fuentes naturales, […] la frase se vuelve cortada a imperio de la respiración y el golpe cardíaco; y el ritmo y la mímesis, condiciones esenciales de todo lenguaje, se hacen visibles –libres de las muletas, cabrestillos y estribillos que nos ha inducido el «estilo escrito»”[72]. La conmoción interior hace que la expresión sea melódica, pues “la música es la más emocional de las artes”[73].

“El poeta se expande, expande sus pulmones y su corazón, como un hombre que extiende sus brazos en cruz. […] Canta porque abre su pecho y libera su alma de un modo resonante y rítmico, la expresión de amor o admiración o apasionada sorpresa”[74].

La Sagrada Escritura, los oráculos proferidos en Delfos, la ley romana eran cantados…

“Contando cómo halló su primera pieza histórica («La Muerte de José Cubas») en labios de un viejito, Ramón Ibáñez, peón y guitarrero, dice el compilador [Juan Alfonso Carrizo] en su jugoso y discreto «Discurso Preliminar»: «Desde aquel momento creí en los aedas, en los rapsodas y en los juglares…; en ese cuarto de hora feliz aprendí que la poesía es algo real y no una ficción….»”[75].

Ante una verdadera obra de arte, “pronto viene a la mente lo que Guardini señaló con tanta fuerza: «Las formas de un gran poeta no le obedecen, mas siguen sus propias leyes; ellas son más profundas que los pensamientos y tendencias conscientes, a los que deberían servir, pues aun debajo de los pensamientos que entrechocan yacen estratos más recónditos del ser y están activas zonas más oscuras del impulso, del alma, del movimiento religioso»”[76].

Tocante al Martín Fierro (la verdadera “radiografía de la Pampa”), el P. Francisco Compañy ha probado que la obra de Hernández tiene una hondura que no sólo excede lo puramente estético, sino también el valor documental sobre las desgracias que abruman al país desde Caseros, y ese fondo es religioso:

“El Presbítero cordobés ha estudiado la religiosidad del gaucho, real y profunda, aunque abandonada; y ha logrado su tesis con señorío. Carlos Alberto Leumann, en el mejor comentario existente al poema de Hernández, afirmó que era «un libro religioso». No es tanto como eso: su trasfondo es religioso. Dudo ahora de llamar al de Leumann el mejor comentario, pues este libro de Compañy, aunque con un enfoque parcial –y capital– constituye un eximio comentario: el autor lo ha examinado casi estrofa por estrofa, con gran perspicacia y una cumplida erudición: lo rumió mucho, conforme al aviso del autor”[77].

La comparación del Santos Vega de Ascasubi con nuestro poema nacional permite al Padre Compañy concluir que “Santos Vega es más clerical, más rezador, más iglesiero, pero el Martín Fierro es hijo de un sentido religioso más profundo, más serio, más cristiano”[78].

IX-EL CABALLERO DE LA PAMPA

Sin tener en cuenta la fe no es posible captar el alma del paisano, descubrir la raíz de sus ideas y sentimientos, la manera peculiar de ser. Cuál es esa modalidad, lo manifestó Unamuno al dar su juicio sobre la obra de Hernández:

Martín Fierro es de todo lo hispanoamericano que conozco lo más hondamente español. Me recuerda a las veces nuestros pujantes y bravíos romances populares. […] Es la epopeya de los compañeros de Almagro y Pizarro; es el canto del luchador español que, después de haber plantado la cruz en Granada, se fue a la América a servir de avanzada a la civilización y a abrir el camino del desierto. Por eso su canto está impregnado de españolismo, es española su lengua, españoles sus modismos, españolas sus máximas y su sabiduría, española su alma. Es un poema que apenas tiene sentido alguno desglosado de nuestra literatura”[79].

La sentencia del turbulento vasco es respaldada por Castellani:

“Martín Fierro, el paupérrimo criollo, es al final el caballero hidalgo español”[80]; y, en consecuencia, “por Martín Fierro se va al Quijote y al Cid”[81].

En El Caballero Cristiano García Morente encuentra en Don Quijote la figura que descifra el estilo, la modalidad particular del alma española; y a diferencia de Inglaterra –que no sembró a Shakespeare en sus dominions, sino deshumanización, materialismo, idolatría del movimiento y la velocidad[82]–, la Madre Patria comunicó su espíritu al Nuevo Mundo, gracias a  los soldados y misioneros españoles, sendos campeones de la espada y de la cruz[83], que en menos de un siglo infundieron el Evangelio y el Orden Romano en las inmensas llanuras, selvas y desiertos de América. Esto resulta más sorprendente si tenemos en cuenta que la empresa no fue llevada adelante principalmente con los recursos de la Monarquía, sino que la carga de aquella faena hercúlea pesó sobre los hombros de particulares, que no venían atraídos sólo por las posibles riquezas, sino que enfrentaron tantos peligros y sufrimientos para conseguir gloria, como al fin de sus días y pobre escribió Cortés a Carlos V[84].

El examen de García Morente[85] descubre estos rasgos distintivos del caballero español:

Grandeza contra mezquindad: Vale uno por lo que es y no por lo que posee. Don Quijote lo afirma: “dondequiera que yo esté, allí está la cabecera”.

Arrojo contra timidez: no siente miedo más que ante Dios y ante sí mismo; tiene la valentía de los que van a la lucha y a la muerte sostenidos por la adhesión a una causa. No conoce la indecisión típica del hombre moderno, cuya ideología, hecha de lecturas atropelladas, de pseudocultura verbal, no tiene ni arraigo ni orientación fija.

Altivez contra servilismo: no estima ninguna cosa nunca tanto como su propia persona. Esta altivez, en unión con el arrojo, de donde procede, se manifiesta también como afirmación inquebrantable del propósito. El caballero no gusta de componendas, apaños ni medias tintas. Aparece en la vida –y es en verdad– intransigente y a veces terco.

Más pálpito que cálculo: es imposible imaginar a los conquistadores calculando y computando sabiamente las posibilidades de conquistar Méjico o el Perú. El caballero español no se pregunta si es fácil o difícil la empresa que tiene ante los ojos; bástale con que su corazón le mande ejecutarla, para que la acometa Sin duda fracasa y aun muere muchas veces. Pero muchas veces también triunfa por ventura y casi por milagro.

Personalidad fuerte: así como cultiva en sí mismo las virtudes de la resistencia y de la dureza, así también las admira en los demás. Acaso sea la única cosa ajena que él admira.

Culto al honor: la profunda confianza y fe en sí mismo, han de llevarle a consagrar al honor, a la honra, un culto singularmente intenso y profundo[86].

Idea de la muerte: está resueltamente adscripto al grupo de hombres que conciben la muerte como aurora y no como ocaso. El “muero porque no muero” de Santa Teresa expresa perfectamente este sentimiento de la vida presente como imperfecta. La vida vale sólo en tanto en cuanto que se pone al servicio del valor eterno; es fatiga y labor y pelear duro y sufrimiento paciente y esperanza anhelosa.

Religiosidad: ésta es la raíz más profunda de estas siete propiedades del alma hispánica, y tiene una triple manifestación: la fe jamás sufre vacilaciones, y es tan certera, que podría decirse, en cierto modo, que todo el edificio de su religiosidad empieza en la fe y sobre la fe, no antes de la fe; impaciencia de la eternidad; y esta premura lo lleva a poner cada acto y cada cosa en relación inmediata y directa con Dios, y no con el acto siguiente o con la cosa siguiente.

Aragón muestra que estas cualidades también se manifiestan en el hijo de nuestra tierra:

“Martín Fierro –o el tipo de hombre que él personifica– es arrojado (afronta con decisión los trances difíciles, no se achica jamás); actúa por pálpito más que por cálculo, como el enfrentar a la partida o al salir en defensa de la cautiva maltratada; es celoso de su honor, hasta aceptar la «desgracia», que es el delito que uno está obligado a cometer para no humillarse ante el igual; tiene presente a la muerte, que ha de venir a llevarlo «a coscorrones»; hace que su vida pública sea una prolongación de su vida privada, cosa que se ve en los alegatos en que se transforma su protesta contra la autoridad injusta; es religioso, invoca a Dios, a la Virgen, a los santos, reza por los muertos, cree en la Providencia divina, espera que esta vida se acabe y venga la otra mejor:

si este mundo es un infierno

¿a qué afligirse el cristiano?

“Ahora bien: estos siete rasgos –arrojo, contra timidez; predominio del pálpito sobre el cálculo; culto del honor; idea de la muerte; vida privada unida a vida pública; religiosidad; impaciencia de la eternidad– son las siete notas que Manuel García Morente consideraba típicas del caballero español. Aquí aparecen en un hombre del pueblo, según una pintura de la que nadie puede decir que pretenda idealizarlo. Entonces, si las premisas están bien fundadas, hay que concluir que el sentido de la vida de nuestro poblador rural lo identifica sustancialmente con lo que fue el caballero español”[87].

Esta evaluación confirma el juicio de Lugones sobre los aspectos psicológicos y éticos que diferencian al gaucho del salvaje: la compasión, la cortesía, la elegancia, la melancolía. “Y luego, las virtudes sociales: el pundonor, la franqueza, la lealtad, resumidas en el don caballeresco por excelencia: la prodigalidad sin tasa de sus bienes y de su sangre”[88].

X-LA CABALLERÍA

La fisonomía espiritual del Quijote y de Martín Fierro muestra a la caballería como el heroísmo sacro[89], ejercitado por el paladín cuyo amor a la aventura ha sido transfigurado por la fe en pasión por la justicia y odio a la barbarie, diametralmente opuesta al espíritu del cual vive una sociedad. Como tantas otras creaciones de la fe, la Caballería tuvo antecedentes en el paganismo antiguo, y “también el mundo islámico y sintoísta ha expresado un códice caballeresco propio”[90]. La literatura clásica narró las gestas de quienes defendieron de “las cosas paternas”, y los poemas se hicieron historia en las guerras médicas y púnicas, que salvaron a Europa del nihilismo oriental.

Sin embargo, así como la inteligencia pagana alcanzó una altísima sabiduría pero terminó cayendo en el escepticismo, del mismo modo la virtud pagana quedó a mitad de camino, pues por sus solas fuerzas el hombre no puede limpiarse del orgullo y su cría, que son principalmente la dureza de corazón y el desorden de la sensualidad. Esto explica que Sócrates, la figura más noble de la filosofía antigua, tenga por evidente el derecho de la ciudad a dominar otras ciudades y expoliarlas[91].

También los versos finales de la epopeya escrita por encargo de Augusto para legitimar y exaltar su linaje testimonian la inmisericordia del pagano con quien no pertenecía a su pueblo, y en absoluto podía ser considerado prójimo:

“Lean el final de La Eneida de Virgilio: […] el pío Eneas remata de un lanzazo al Rey Turno, que está herido y rendido en el suelo y le suplica le perdone la vida no por él sino por su anciano padre… El pío Eneas lo remata, el pío Eneas, el benigno Eneas que era un santo para los Romanos, lo que nosotros llamamos un santo, Pius Aeneas. Cuando uno lee eso en espléndidos versos tiene un choquecito y dice: «Un caballero cristiano jamás hubiera hecho así»”[92].

Con todo, Th. Haecker llama a Virgilio “Padre de Occidente”. “Parecería un título equivocado o temerario considerando la crueldad implacable de las batallas personales, la superstición grotesca de los dioses del Olimpo, el abandono de Dido y subsiguiente suicidio. Pero el filósofo alemán ve en la Eneida la tradición sana y humana del paganismo, esa propiedad del «anima naturaliter christiana» que resplandece en el segundo de los poetas «imperiales» que el mundo ha tenido y hace de él uno de los «operarios de la viña», como lo llamó Papini.

“Es decir, Haecker vio estampada en la Eneida la tradición vital de la civilización, recogida como base por el Cristianismo, ese «orden romano» de que habló Lactancio, consistente en religión, familia, propiedad y milicia caballeresca, que ahora parecería estar disolviéndose y pereciendo; pero lo mismo pareció en tiempos de San Ireneo”[93].

La milicia del adalid cristiano se concreta en la defensa de la mujer, como muestra la historia de San Jorge, el patrono de la caballería, quien libra del Dragón a una doncella. La gesta simboliza la guerra del Bien contra el Mal, que es el telón de fondo de toda la historia humana. pero nos preguntamos por qué este enfrentamiento es representado por la liberación de una mujer. Cervantes declara en El Quijote:

“No puede ser que hay caballero andante sin dama, porque tan propio y natural les es a los tales ser enamorados como al cielo tener estrellas, y a buen seguro que no se hay visto historia donde se halle caballero andante sin amores”[94].

“En la caballería occidental, los dos hechos esenciales del caballero son combatir hasta la muerte por la justicia y salvar a una mujer–

Defender a las mujeres

y no reñir sin motivo,

que dice Calderón– como en las cintas de «convoys», reflejo pueril actual de una gran tradición perdida”[95].

Según Chesterton, esto se debe a que “por un movimiento elemental, instintivo, ejecutado maquinal e instantáneamente, […] todo lo bello hace pensar en una mujer”[96]. Así, en Su Majestad Dulcinea, la heroína de la novela representa “la Hermosura, el Amor, la Fe, la Iglesia… el ideal caballeresco”[97]. Si por una parte es la flor de la creación sensible, por otra encarna realidades espirituales que están siempre expuestas a la contaminación, y por ello reclaman vigilancia y amparo.

Mas su función no es meramente pasiva: ella es presentada al hombre para sacarlo de su soledad y moverlo a la hazaña en obediencia al mandato de “dominar la tierra” para confirmar y extender el Reino de Dios; y en esta obra común, la mujer es ayuda semejante al varón[98], columna de apoyo, cerca que protege la heredad y nido[99].

Por lo que hace al origen histórico de la Caballería, debemos remontarnos al caos que produjo la desintegración del Imperio Romano de Occidente:

“Los desertores y dispersos de las tropas deshechas por la derrota o el motín desencadenaron con inaudita profusión el bandolerismo consiguiente; y ese individualismo brutal que suscitaba igualmente el pillaje del bandido y del señor, ambos salteadores o piratas; el contrabando, la mendicidad, el abandono […] caracterizaron la anarquía medieval con el rasgo común de la vida errante. Eran los escombros de la construcción imperial que rodaban confundidos en su derrumbe. […]

“Entonces, bajo aquella anarquía que así extremaba la iniquidad y la barbarie, realizó el cristianismo el verdadero milagro –pues no fue otra cosa para la civilización– de transformar al bandolero errabundo en el caballero andante de la justicia y la fe. Extremando a la vez las condiciones que requería la adquisición de ese estado, […] la orden naciente empezó por subordinarlo todo a la guerra contra el musulmán, conforme lo exigía su formidable amenaza; pues lo cierto es que al primer empuje, comprendió ella, por tierra y mar, toda la Europa ribereña del Mediterráneo. Así el caballero andante del siglo nono fue el cruzado del undécimo, cuando la Cristiandad emprendió su contraataque sobre el litoral asiático y africano. En el paladín, o sea la creación más perfecta del héroe que hasta hoy queda de modelo, realizó la Iglesia medieval, que fue su autora, un prototipo de virtud como en la santidad correspondiente y contemporánea”[100].

El legislador de la caballería es San Bernardo por haber dado, en el Concilio de Troyes (1128), una constitución cristiana a los Templarios –monjes caballeros que defendían los Santos Lugares–, a la que pocos años después siguió De Laude Novae Militiae, dedicado al Gran Maestre de la Orden.

XI – “NUESTRO CAPITÁN”

Según Chesterton, la caballería es el alma de los siglos cristianos y “la flor de la fe”[101]. Ésta tiene por centro a Jesucristo, cuya obra redentora es presentada por el Evangelio como la gesta del Paladín, modelo de la caballería[102]:

Pero hay algunos que han visto

un Quijote en Jesucristo[103].

Por ello la vida espiritual de los perfectos es presentada como el ejercicio de la caballería de la Fe: San Pablo manifiesta a Timoteo haber luchado el buen combate[104] y exhorta a los efesios a revestirse con la armadura de Dios para resistir a las potencias infernales[105]. La meditación central de los Ejercicios Espirituales de San Ignacio plantea la entrega personal a Cristo como el seguimiento del Rey que invita a “conquistar todo el mundo y todos los enemigos, y así entrar en la gloria de mi Padre; por tanto, quien quisiere venir conmigo ha de trabajar conmigo, porque siguiéndome en la pena, también me siga en la gloria”.

Asimismo Santa Teresa, en la primera redacción del Camino de Perfección, llama a Cristo “nuestro celestial Capitán”[106]; propone la vida religiosa como vasallaje al “gran Dios de las Caballerías”[107]; y tiene por “gran negoción comenzar las almas oración comenzándose a desasir de todo género de contentos, y entrar determinadas a sólo ayudar a llevar la cruz a Cristo, como buenos caballeros que sin sueldo quieren servir a su Rey, pues le tienen bien seguro”[108].

Por último, Kierkegaard contrapone el poeta de la fe, que convierte en literatura el llamamiento a la santidad[109], al caballero de la fe, que consiente ser levantado por la gracia al estadio religioso, en el que la fe se vuelve una pasión total, definitiva, y el dolor es aceptado como atmósfera de la vida[110].

La obediencia a este “llamamiento a guerrear invisiblemente (aunque no de broma, porque el combate interior es más brutal que una batalla de hombres)”[111] hizo posible la conversión del bandido en caballero:

“La moral cristiana contiene los «consejos» de Cristo que parecen cosas inhumanas o irracionales, que constituyen sus cumbres. Si Ud. las retira, perece también la moral natural, como vemos hoy día. Al revés de las montañas, aquí las cumbres sostienen a las faldas; son como el arco romano, donde la piedra superior, llamada la clave del arco, sostiene todas las otras. El monje que renuncia a la familia sostiene a la familia; el pobre, que renuncia a la propiedad, sostiene a la propiedad privada; el manso que renuncia incluso a la defensa propia, sostiene la valentía militar”[112].

En el caso del guerrero, la mera pujanza es sublimada en voluntad de guerrear “por los hombres, las mujeres y los niños en lo que tienen de inmortal y de eterno”[113]. Entonces nace la Caballería, que alguien ha llamado “la fuerza armada al servicio de la Verdad desarmada”, pero nos parece mejor la fórmula de Chesterton: “la decisión del débil de dar ante el fuerte el testimonio de un valor que no puede traicionar”[114].

Y si es necesario, el paladín acepta la derrota porque cree que el sacrificio puede más que la fuerza, y que “el mundo no puede llegar a tener éxito sin sus fracasos”[115].

“La idea de la caballería ha sido la ética perdurable de Occidente, y aún mil veces más porque la gloria de la cual procede no es sólo gloria sino en cierto sentido derrota. La caballería es en sí misma una visión nueva y cristiana de la derrota. Carlomagno, como Arturo, debe su perpetuo triunfo al hecho de que no triunfó. Él no restañó las heridas de los bárbaros en el Occidente, pero mostró a los hombres una suerte de esperanza de que fuesen restañadas. En la historia de Rolando, y en todas las historias derivadas desde entonces de aquel origen, se encuentra exactamente el mismo secreto de que la derrota no es desesperación”[116].

XII. LA ELEGIDA

El gaucho nos llevó a Don Quijote, y el heroísmo cristiano resulta apuntalado por los consejos evangélicos, cuya ejercitación permite imitar al Arquetipo de la caballería. Mas “no hay caballero sin dama”, y Lugones nos descubre quién es ella, ya que pone a una mujer como inspiradora de la milicia cristiana: la Santísima Virgen, la Elegida del Señor, cuya devoción fue por excelencia el culto de los caballeros[117]. Su lucha por la justicia es simbolizada por la defensa de las mujeres, porque son imagen de quien ha hallado gracia delante de Dios y ha recibido de Él la máxima bendición concedida a una pura criatura[118].

Pero “saber que uno es elegido es saber que uno va a ser sacrificado”[119]. A los ojos del mundo esa bendición es una abominación:

“La bendición de Dios, como puede verse en su Hijo y en sus santos, no es otra cosa que la cruz. Ahora bien, la cruz, para la carne y la naturaleza es una maldición, conforme a lo que dice San Pablo: «Maldito es el que pende del leño»[120]. En otro lugar dice que Cristo se hizo «maldición»[121] por nosotros”[122].

Puesto que la Santísima Virgen cree por sí misma y por todos, “ocupando el lugar de toda la naturaleza humana”[123], ella es la Nueva Eva, la mujer prometida a nuestros Primeros Padres como madre y socia del Redentor[124]; y el cumplimiento de esta misión le exige aceptar la funesta herencia de la Primera Mujer, madre de los vivientes convertida en sede de la muerte.

Puesta ante “la Nada que te engulle, el gran Vacío que desmiembra y hace escombros, […] Ella se erguía en el umbral de nuestra muerte”[125], y en su fe el Hijo de Dios se anonada.

XIII. LA MERCED

Creemos que la parte de la Santísima Virgen en nuestra salud es ilustrada por la consideración del hecho al que Aragón adjudica importancia primaria para dar con la génesis de la epopeya nacional: el tucumano nos dijo, y también escribió en un artículo que nos hemos vuelto a hallar, que el autor confiesa en la obra haber recibido el don para componerla como regalo de su celestial madrina, la Virgen de la Merced:

Si no llego a treinta y uno

De fijo en treinta me planto,

y esta confianza adelanto

porque recibí en mí mismo,

con el agua del bautismo

la facultá para el canto[126].

Gracias le doy a la Virgen,

Gracias le doy al Señor,

Porque entre tanto rigor

Y habiendo sufrido tanto

No perdí mi amor al canto

Ni mi voz como cantor[127].

¿No estamos confundiendo a Hernández con el personaje de su obra? No, porque en ella habla el gaucho, y su autor era gaucho a carta cabal.

“Martín Fierro es José Hernández. […] No que el culto y sensato Senador Hernández Pueyrredón haya cometido en su vida los asesinatos, infracciones y desmanes que atribuye a su héroe. Éstos son solamente figuras poéticas e irónicas (imágenes, dicen hoy) de las penas, luchas y derrotas de su gallarda vida política, gastada en defensa de lo que él veía como la esencia de la nacionalidad. Sabemos que la derrota es amarga; pero no siempre es señal de inferioridad humana ni siquiera en política. El derrotado José Hernández vive hoy entre nosotros.

“Pero sucedió que él tenía en su alma a la patria o almenos una gran muchedumbre de hombres –algunos pobres e incluso «infractores»– parecidos a él: con un carácter a la vez tímido y violento y con restos informes de la «moral caballeresca» de los conquistadores; hombres que estaban siendo extirpados sin asco. Y así lo que comenzó en desahogo personal y queja melancólica terminó en una gran instantánea de la patria. Eso es lo que aseguró a la imperfecta payada con Sarmiento –muy buena definición de Héctor de Herce– su actual inmortalidad”[128].

¿Y cuál es la historia de esta advocación de María: Nuestra Señora de la Merced?

En 1218 la Santísima Virgen inspiró a San Pedro Nolasco la fundación de “una «Orden Militar y Religiosa» con el objetivo principal de libertar los cautivos cristianos de las mazmorras musulmanas; y el mundo no puede olvidar que esa orden libertó a un don Miguel de Cervantes[129] desconocido en medio de otros millares de pobres desconocidos. La Orden fue prohijada e «institucionada» por el más grande de los Jaimes españoles, el Primero, el Conquistador, Rey de Aragón. Fue un Rey de a caballo y con toda la barba; se casó tres veces, y al fin de su vida se hizo monje. […]

“San Pedro Nolasco es sumamente actual, porque muestra como un faro el modo de obrar propio de lo religioso en lo social. En frente de la esclavitud, que en los Estados Paganos era una pieza maestra de la organización económica, la Iglesia no empezó a declamar que «la esclavitud es un delito», como hicieron tantos demagogos cuando la esclavitud estaba ya muerta por la acción persuasiva secular de la Iglesia. La Iglesia se puso a «libertar cautivos» tranquilamente, movida ante todo por el peligro de sus almas, lo cual es un «mal absoluto», mayor que las penurias del cuerpo; empezando por San Pablo, que libertó al negro Filemón, y acabando por San Pedro Claver, que se hizo «el esclavo de los negros» en Cartagena de Indias. Y eso lo hizo con el ejemplo, el sacrificio y el martirio ante todo; además de usar con prudencia, cuando se ofrecía ocasión, las tácticas oratorias de Alfredo Palacios”[130].

Los mercedarios se internaban en tierra musulmanas y pagaban la libertad de los cristianos prisioneros; además de exponer su vida en la empresa, si no lograban reunir el monto exigido por los mahometanos, los frailes quedaban en lugar de los cautivos.

Pues bien, lo que hacían los mercedarios particularmente, eso mismo hizo la Santísima Virgen universalmente; su Merced fue hacerse cautiva por nosotros y entregar su vida para librarnos de la esclavitud del pecado.

… Mas yo te necesito

¡oh de cautivos sola redentora!

Y sólo sé que en abismal misterio

fue creado tu ser casi infinito

también un poco para mí, Señora.

Mírame, Madre, cómo estoy ahora…

Madre de Dios, estoy en cautiverio[131].

La vida de una mujer puede tomar dos rumbos, y cada uno de ellos procede de la raíz de la femineidad:

“Lo que quiere en el fondo toda mujer, es ser adorada por un hombre: ser una cosa divina (madre, amada o musa) para un varón. Este sentimiento fundamental es la raíz de la máxima vanidad, y de la máxima seriedad de la mujer; según para dónde agarre”[132].

Ambos tipos femeninos están retratados en el Martín Fierro. En el Canto X de la Primera Parte Cruz dice:

Las mujeres dende entonces

conocí a todas en una.

Ya no he de probar fortuna

con carta tan conocida:

mujer y perra parida,

no se me acerca ninguna[133].

Pero luego Fierro hace este elogio enorme del alma femenina:

Pa servir a un desgraciao

pronta la mujer está;

cuando en su camino va

no hay peligro que la asuste;

ni hay una a quien no le guste

una obra de caridá.

No se hallará una mujer

a la que esto no le cuadre;

yo alabo al Eterno Padre,

no porque las hizo bellas,

sino porque a todas ellas

les dio corazón de madre[134].

Esta bivalencia se da en la Santísima Virgen. “Toda generación requiere nido”[135], y María es “de Dios y del Hombre nido”[136]; no sólo acepta ser el molde viviente de Dios humanado sino también “madre que engüelve” a la Humanidad caída y la pone ante la Misericordia Divina para que el Creador, hecho criatura gracias al consentimiento de Nuestra Señora, aplique a Sí Mismo la muerte que al hombre aterra y la sentencia se cumpla, pero vuelta del revés.

La cautiva víctima de una mujer mal inclinada, cubierta de sangre, sus manos amarradas con las tripitas del hijo, es un símbolo de la identificación recíproca de María con Eva, y este admirable intercambio es el medio elegido por la Providencia para dar fin a nuestras desventuras.

En pocas palabras: al dar su consentimiento a la Encarnación Nuestra Señora asume el rescate de Eva, más aún: ella misma “es portadora de la persona de Eva”[137] se responsabiliza por la humanidad caída, la encierra en su corazón y la presenta al Salvador, quien “en este santo útero reformó a Adán”[138]. Por ello, en el Magnificat, María canta la grandeza del Señor que, a través de la humillación de su esclava, libera al Israel de Dios; y, al pie de la Cruz, el Omnipotente escucha en María la súplica ferviente de Raquel: “Dame hijos o moriré”[139], y al precio de su sacrificio los fieles son engendrados como hijos de su dolor[140].

El Martín Fierro muestra el rebrote del espíritu quijotesco enterrado en el alma criolla[141]; y ya que esa semilla había sido producida por el Evangelio, el instinto creador pudo hacer que Hernández expresara plásticamente en el paisaje local y las circunstancias de su tiempo el Misterio de Piedad que nos rescata de lo que Leumann llama “la tenebrosa impiedad”.

Según esta perspectiva interpretaremos brevemente la obra deteniéndonos sólo en la peripecia que revela el temple heroico del hombre a quien el destino había empujado a la abyección extrema.

XIV. AHÍ COMIIENZAN SUS DESGRACIAS

Tras la solemne introducción, el poema contrapone un tiempo inicial de felicidad a una brusca caída en la des-gracia, pues ahora el ser gaucho es como una culpa original, un delito que acarrea “una pena estrordinaria”. El acoso de un espíritu hostil arroja al héroe cada vez más hondo en la miseria, hasta que llega el encuentro con la partida; entonces Fierro se pone en manos de la Providencia:

Al punto me santigüé

y eché de giñebra un taco,

lo mesmito que el mataco

me arroyé con el porrón:

“Si han de darme pa tabaco,

dije, ésta es güena ocasión”[142].

La lucha se prolonga hasta el alba. Cuando la suerte parece echada, Fierro invoca a la Reina de los santos, a la Madre de Dios, de la que es figura precisamente la aurora:

Por suerte en aquel momento

venía coloriando el alba

y yo dije: “Si me salva

la Virgen en este apuro,

en adelante le juro

ser más güeno que una malba”[143].

El socorro le viene en la forma más inesperada: un sargento que “tiene el sugestivo nombre de Cruz”[144], se pone de su lado:

Tal vez en el corazón

lo tocó un santo bendito

a un gaucho, que pegó el grito

y dijo: “¡Cruz no consiente

que se cometa el delito

de matar ansí un valiente!”[145].

Entre dos ya es robo, y los milicos disparan “lo mesmo que sabandija”[146].

XV – CRUZ Y FIERRO

Cruz y Fierro expresan las fuerzas que impulsaron a España a la heroica aventura americana, en la cual “la Espada fue lo de menos; o almenos fue secundaria”[147], porque “el heroísmo de espada del héroe [había sido inspirado por] el heroísmo de yunque de los santos”[148]:

Pero nos parece que el sugestivo nombre del sargento apunta más allá de la explosión religiosa que hizo posible el Bautismo de América, pues hemos dicho que así como la tragedia a la que fueron arrojados tantos paisanos son simbolizadas por las desventuras de Martín Fierro, las mismas desgracias del héroe representan el hecho central de la Historia, cuando la Suprema Justicia se manifiesta como solidaridad con el des-graciado. Lo que sigue nos permitirá ahondar en esta interpretación.

XVI. EL DESIERTO

La hora del triunfo está sin embargo lejana. Por ahora ambos deciden internarse en el desierto y establecerse entre los indios.

Marechal descubre en el desierto la imagen de la penitencia, mas, según la Revelación, el yermo es sobre todo la morada del Demonio[149], cuyo poder sobre el mundo y el hombre caído se manifiesta en el salvajismo sin límites del indio. En la “Payada a la Virgen de Luján”, que, con el título de “Una Payada Bonaerense”, pensó anteponer a La Muerte de Martín Fierro –intento de escribir la tercera parte del inconcluso poema nacional–, Castellani emplea la imagen del exilio y la horrible vida en la toldería para significar la existencia maleada por la Culpa Original:

Dios hizo el cielo y el rayo,

hizo el sol, hizo la estreya,

hizo la Pampa sin güeya,

hizo al toro y al cabayo,

hizo al hombre y aquí cayo

porque fue su obra mejor,

pero Mandinga traidor

conoció que era de barro,

pecó el hombre, rompió el carro

y se le enojó el Criador.

Y lo echaron de la estancia

pa la tierra del infiel

a mascar miseria y yel

el que nació en la abundancia…

Sin embargo, ese lugar “maldito” y en apariencia cerrado a cualquier redención, es también el refugio de la Mujer:

Y la Mujer huyó al desierto,

donde tiene un lugar preparado por Dios[150].

Allí padece las acechanzas del Demonio, vive en la miseria y el dolor, pero la Providencia vela por ella.

Y en el desierto se muestra una vez más el sentido profundo encerrado en el nombre de Cruz, “que era tan humano”[151], pues el bravo compañero de Fierro cae contagiado por la peste que hace estragos entre los indios y muere:

… allá entre los infieles

sufriendo dolores crueles

entregó su alma al Criador[152].

La tumba de Cruz, que había sido enviado por la Justicia para prender a Fierro, y sin embargo, se puso de su parte y junto con él se internó en el yermo para dejar allí sus huesos, simboliza el paso de Dios por la tierra de maldición y el cumplimiento de la justa sentencia “vuelta del revés”.

XVII. TRES FIGURAS IMPONENTES

Conocemos lo que sigue: tendido junto a la sepultura de su amigo, Martín Fierro oye el llanto de una mujer, y cuando se acerca al lugar de donde proviene el lloro descubre a la Cautiva con el hijito degollado a sus pies y bárbaramente golpeada por el indio.

Toda cubierta de sangre

aquella infeliz cautiva,

 tenía dende abajo arriba

 la marca de los lazazos;

sus trapos hechos pedazos

mostraban la carne viva[153].

Más tarde la mujer narra a Fierro la historia de sus desventuras: una india malvada

… que tanto la aborrecía,

empezó a decir un día,

porque falleció una hermana,

que sin duda la cristiana

le había echado brugería.

El indio la sacó al campo

y la empezó a amenazar:

que le había de confesar

si la brugería era cierta;

o que la iba a castigar

hasta que quedara muerta…

Que le gritó muy furioso:

“Confechando no querés”,

la dió vuelta de un revés,

y por calmar su amargura,

a su tierna criatura

se la degolló a los pies…

Esos horrores tremendos

no los inventa el cristiano:

“Ese bárbaro inhumano”,

sollozando me lo dijo,

“me amarró luego las manos

con las tripitas de mi hijo”[154].

La indignación lanza a Fierro a enfrentarse con el indio en lucha a muerte. La batalla, “tan minuciosamente descrita y en un son tan homérico, nos revela la importancia extrema que José Hernández atribuye al episodio”[155].

La mujer no se limita a inspirar la proeza: cuando Fierro parece perdido, ella interviene y le salva la vida:

Me sucedió una desgracia

en aquel percance amargo;

en momentos que lo cargo

y que él reculando va,

me enredé en el chiripá

y caí tirao largo a largo…

¡Bendito Dios poderoso!

Quién te puede comprender

cuando a una débil muger

le diste en esa ocasión

la juerza que en un varón

tal vez no pudiera haber.

Esa infeliz tan llorosa

viendo el peligro se anima;

como una flecha se arrima

y, olvidando su aflición,

le pegó al indio un tirón

que me lo sacó de encima[156].

El formidable combate continúa, y finalmente el crimen se vuelve contra su autor, pues al tropezar con el hijo de la Mujer el indio encuentra su ruina:

Me hizo sonar las costillas

de un bolazo aquel maldito;

y al tiempo que le dí un grito

y le dentro como bala,

pisa el indio y se refala

con el cuerpo del chiquito[157].

Fierro vislumbra el significado del traspié del salvaje:

 Para esplicar el misterio

es muy escasa mi cencia:

lo castigó, en mi concencia,

Su Divina Magestá:

donde no hay casualidá

suele estar la Providencia[158].

Esta estrofa, escribe Carlos Alberto Leumann en El Poeta Creador[159], fue añadida después de compuesto el poema “para confesar el fondo divino de las cosas. […] Era «necesario» enseñar la presencia de Dios en aquella significativa batalla de Fierro contra la tenebrosa impiedad»”.

En cuanto trastabilló,

más de firme lo cargué,

y aunque de nuevo hizo pié

lo perdió aquella pisada,

pues en esa atropellada

en dos partes lo corté.

Al sentirse lastimao

se puso medio afligido;

pero era indio decidido,

su valor no se quebranta;

le salían de la garganta

como una especie de aullidos.

Lastimao en la cabeza,

la sangre lo enceguecía;

de otra herida le salía

haciendo un charco ande estaba

con los pies la chapaliaba

sin aflojar todavía.

Tres figuras imponentes

formábamos aquel terno:

ella en su dolor materno,

yo con la lengua dejuera

y el salvaje, como fiera

disparada del infierno.

Iba conociendo el indio

que tocaban a degüello;

se le erizaba el cabello

y los ojos revolvía;

los labios se le perdían

cuando iba a tomar resuello.

En una nueva dentrada

le pegué un golpe sentido

y al verse ya mal herido,

aquel indio furibundo

lanzó un terrible alarido

que retumbó como un ruido

si se sacudiera el mundo.

Al fin de tanto lidiar,

en el cuchillo lo alcé

en peso lo levanté

aquel hijo del desierto,

ensartado le llevé

y allá recién lo largué

cuando ya lo sentí muerto[160].

Ambos agradecen el amparo de la misericordia divina y, así como la ayuda de Cruz llega a Fierro después de haber invocado a María, ahora la Cautiva atribuye a la intercesión de la Santísima Virgen haberse ella y su paladín librado de la “fiera disparada del infierno” y le suplica que los proteja en la huida de la toldería:

Me persiné dando gracias

de haber salvado la vida;

aquella pobre afligida

de rodillas en el suelo,

alzó sus ojos al cielo

sollozando dolorida.

Me hinqué también a su lado

a dar gracias a mi santo:

en su dolor y quebranto

ella, a la madre de Dios,

le pide, en su triste llanto,

que nos ampare a los dos[161].

En el primer verso de la siguiente sextina Hernández emplea una notable imagen para mostrar el temple de esa mujer, cuyo ánimo ha resistido el embate del dolor supremo:

Se alzó con pausa de leona

cuando acabó de implorar,

y sin dejar de llorar

envolvió en unos trapitos

los pedazos de su hijito

que yo le ayudé a juntar[162].

Confiados sólo en el auxilio de Dios[163], abandonan el infierno de la toldería. Aragón y Calvetti encuentran muy significativo que el autor haya elegido el rescate de la Cautiva para dar cuenta del regreso de Fierro a la vida civilizada, pues el héroe podría haberse ganado primero la confianza de los indios y luego, cuando ya podía moverse con libertad, probar una huida exitosa, como había sido el caso de otros.

Pensamos que esto se debe no a la casualidad, sino a la inspiración. Si la gracia poética hizo que Hernández compusiera el poema que mejor expresa nuestra identidad cristiana, es natural que el poeta haya elegido esta peripecia, porque es la hazaña característica del paladín, y por ello en el origen de nuestra Patria, fundada por “campeones de la espada y de la cruz”, encontramos la historia de Lucía Miranda, raptada por los indios, y a quien su esposo intentó liberar.

Según los investigadores modernos, tal historia es legendaria, y aunque es cierto que la crónica no se confunde con la ficción, de todos modos es importante advertir que esta clase de relatos prende cuando descubre algo muy profundo del espíritu. Como dijo Chesterton,  debemos tomarlos levemente como viejos cuentos y no pesadamente como problemas. Entonces ellos nos conducen a través de caminos de extrañas realidades, y comprendemos que crecen en el centro de un rincón muy secreto del alma. Algo se hace realmente presente en el lugar, un contacto más estrecho con las cosas que aún permanecen en secreto[164].

También aquí Castellani descubre el trasfondo teológico del hecho, pues instintivamente relaciona la proeza del caballero con la gesta del Calvario, que permite a los des-graciados volver a encontrar la huella que los conduce a la reconciliación:

Y Don Quijote anduvo la pradera infinita

con una Dulcinea viuda y huérfana hermana,

y como Adán y Eva cruzan la Pampa solos

Martín Fierro con una pobre cautiva en ancas.

La cual desaparece cuando llega a poblado

y ni el nombre sabemos –y sin decir ni gracias

al Cid que obló su vida para salvar su vida

y la llevó en custodia como una cosa santa[165].

XVIII. LA EMPRESA

Sabemos que, vuelto al pago, el héroe encuentra a sus hijos y al del Sargento Cruz; ya que la pobreza les impide vivir juntos, deciden separarse para que cada uno busque un refugio donde aliviar su miseria, pero antes Fierro da a los muchachos consejos tomados de su dura experiencia.

Según Castellani, en estos avisos se encuentra el elogio de las cuatro virtudes cardinales impregnadas por la Fe, pues no son las virtudes del estoico sin Dios, sino del hombre que finalmente ha encontrado en medio de sus desgracias los caminos ocultos de la Sabiduría.

Antes de separarse a los cuatro rumbos deciden cambiar de nombre y se hacen una promesa secreta, que Hernández no revela. Como todavía le quedan rollos por si se ofrece dar lazo, declara su intención de escribir la tercera parte, que por desgracia la muerte le impidió componer.

Marechal afirma que la empresa en la que se comprometen tiene por fin la restauración nacional, y que en el último canto el poeta expone la metodología de la acción:

Mas Dios ha de permitir

que esto llegue a mejorar;

pero se ha de recordar,

para hacer bien el trabajo,

que el fuego, pa´calentar,

debe ir siempre por abajo[166].

“Trabajar «por abajo», en el humus auténtico de la raza, con la raíz hundida en sus puras esencias tradicionales, he ahí la metodología de la acción futura. Porque el humus de abajo siempre conserva la simiente de lo que se intenta negar en la superficie”[167].

Castellani expresa concisamente este ánimo restaurador en una breve nota en un cuaderno: “Hay que rescatar a Lucía Miranda”. Y percibe no sólo en el Martín Fierro, sino en nuestra poesía lo voluntad de instaurar lo argentino:

“Revolviendo con Fermín Chávez el confuso acervo de la poesía argentina para escoger Las Cien Mejores Poesías Líricas Argentinas para la editorial Cintra, se nos fue formando lentamente la impresión de que la poesía patria tiene una inflexión de voz particular, aunque todavía débil y sorda: «romántica», si se quiere. Definirlas con palabras abstractas no es nada fácil. Tomando los dos poetas que hemos tenido, Hernández y Lugones –la Argentina ha tenido dos poetas y medio[168]– parecería que el fondo de su emoción creadora es una especie de voluntad vigorosa y terca, como de una vaca ciega y sedienta, de que esta tierra sea algo grande; de que todo esto surja lentamente del pantano a la presencia”[169].

Leumann, por su parte, no tiene dudas sobre la recuperación del Ente Argentino:

“Para salvarse, y para salvar con ellos lo argentino radical, geográfico, […] necesitan ocultarse, y morir, para evitar la muerte absoluta. Morir en la física apariencia, dispersarse a los cuatro vientos. […] El gaucho debe morir en cierto modo como murió Jesús. Su delito es traer al mundo algo nuevo, americano puro. Como la culpa del Cristo era la Buena Nueva. También el Cristo se oculta a los fariseos, que no podrían entenderlo, con parábolas de sutil sentido… Al gaucho lo crucificarán. Pero sin duda resucitará un día. En ello pone su esperanza de profeta, su fe… Por eso entre las últimas sextinas, […] recuerda con sugestión:

Estos son treinta y tres cantos,

que es la mesma edá de Cristo[170].

Como vemos, Marechal, Castellani y Chávez creían posible que el país levantara cabeza, mientras que Leumann lo daba por seguro.

XIX. ¿Vive Dulcinea?[171]

Discrepamos de Leumann en dos puntos. En primer lugar, el delito del gaucho no fue ser americano, sino hijo de la Cristiandad; y luego, aunque no excluimos absolutamente la posibilidad de la resurrección nacional, creemos necesario distinguir.

En el orden individual, la Fe asegura la salvación de quienes se abren a la gracia; y en el social, que la Iglesia fundada por el Señor para reunir a los suyos en un cuerpo no será abatida por las fuerzas del Infierno. Aun quienes odian la Fe tienen una suerte de confianza desesperada en Dios: “Todos saben en el fondo de su corazón que [la religión cristiana] no está muerta, y nadie mejor que quienes desean que muera”[172].

Pero la Revelación no promete a las naciones bautizadas que durarán hasta el fin de los tiempos: muchas han desaparecido, y algún día (si es que ya no se ha cumplido el tiempo o está próximo a cumplirse) todas “serán instrumento del Hombre del Pecado, Hijo de la Perdición”[173].

Nuestra Patria “prolijamente traicionada” (decía el Padre Eliseo Melchiori) se encuentra hoy en la situación que Castellani advirtió al fin de la Segunda Guerra Mundial, pues “el decaimiento del ser moral […] y la abdicación total de su dignidad de país cristiano”[174] han hecho de la Argentina “una nación degradada, subvertida en sus valores, sin fundamento, sin asiento, sin seriedad”[175].

Si esto tiene arreglo, quienes hacen Dios haciendo Patria[176] dan testimonio de que lo divino existe en lo humano, atestiguando indirectamente la Encarnación del Verbo; y si son vencidos, traspasan a Dios la obligación de la defensa y la venganza[177].

Así pues, la promesa de resurrección, que Leumann descubre en el número de los cantos del poema, tendrá lugar infaliblemente, sí, pero cuando se clausure el ciclo adámico. El acoso de la Iniquidad a la Fe y a la Tradición durará hasta el fin, y el fin sobrevendrá cuando Cristo corone la empresa caballeresca que le confió su Padre:

Cruz y Fierro: la Tradición Cristiana

desde su origen prístino reunía

el ascetismo y la caballería

en equilibrio de sapiencia humana.

Perdonar mis agravios yo podría,

mas no los hechos a otro; a quien me hermana

el saber que de Dios su ser dimana –

Cruz y Fierro, paciencia e hidalguía.

“A fuerza de villano, fierro en medio”

y la cruz de la espada por remedio…

Milicia la vida es de los mortales.

Si la huyes, das en males más acerbos,

pues si se hacen manteca los leales,

se salen de la vaina los protervos.

Hasta que Cristo fin ponga a los males[178].

XIX. “Unos Tristes Lamentos”

Nuestra situación presente es semejante a la del criollo bajo la férula de Mitre, Sarmiento, y el resto de los “civilizadores”:

Guacho en la tierra que hiciste;

te han quitao hasta el alpiste

para darte la istrución,

te han quitao el corazón

y te dan un libro triste[179].

Si el último improperio a los hijos del país fue llamarlos “cabecitas negras”, hoy tenemos también a los “cabecitas blancas”, con la misma necesidad de casa, escuela, iglesia y derecho.

Pero ahí está la obra de Hernández, “milagro” no sólo literario, pues el don que el poeta recibió con el agua del bautismo nos permite escuchar un canto lejano que viene de las profundidades de los siglos, y trae el gemido de una Mujer que soporta sin quebrarse el embate de “la tenebrosa impiedad”, porque cree en el Dios del milagro, para quien “nada es imposible”. Pocos o muchos, se salve o no el país, “sabemos que la derrota no es desesperación”, y esos ayes de la Mujer Fuerte nos impulsan a ponernos de pie para que la “de cautivos sola redentora” rompa la cadena de la Fatalidad y obre en nosotros el milagro a secas de su Merced.

[1]  Revista Diálogo n° 78, diciembre de 2020; n° 79, julio de 2022, San Rafael, Mendoza. La presente edición ha sido corregida y aumentada.

[2]  Revista Gladius n° 46, Buenos Aires, diciembre de 1999, p 172.

[3]  Carta-prólogo de Hernández a José Zoilo Miguens.

[4]  Ibíd.

[5]  “El Martín Fierro y la Conciencia Histórica Nacional”, en revista Verbo, Buenos Aires, mayo-junio 1993, p 90. (En los versos del final cita Martín Fierro II, 127-132).

[6]  Castellani, “Martín el Outlaw”, en Nueva Crítica Literaria, Dictio, Buenos Aires, 1976, p 545.

[7]  Ibíd., pp 544-545.

[8]  En su libro José Hernández.

[9]  Castellani, “Martín Fierro Traicionado (II)”, en Nueva Crítica Literaria, p 553.

[10]  Castellani, “El Vejamen”, en Nueva Crítica Literaria, Dictio, Buenos Aires, 1976, p 565.

[11] Aragón, Roque Raúl y Calvetti, Jorge, op. cit., pp 15, 18, 20.

[12] Chávez, F., Historia del País de los Argentinos, Theoría, Buenos Aires, 1991, p 216.

[13] Aragón-Calvetti, op. cit., p 56.

[14]  Zorroaquín Becú, Horacio.

[15]  López Jordán, subordinado de Urquiza.

[16]  Zorroaquín Becú.

[17]  Aragón-Calvetti, op. cit., p 50.

[18] Chávez, Fermín, Historia del País de los Argentinos, p 256.

[19]  Castellani, “Martín Fierro Traicionado (IV)”, en Nueva Crítica Literaria, p 556.

[20] Martín Fierro, I, 1155.

[21] Castellani, “Martin el Outlaw”, en Nueva Crítica Literaria, p 542.

[22]  Castellani, “Martín Fierro Traicionado” (I), en Nueva Crítica Literaria, pp 547-548. En la parte final de su carta a Hernández (14-IV-1879), Mitre escribe: “Creo que Ud. ha abusado un poco del naturalismo, y que ha exagerado el colorido local, en los versos sin medida de que ha sembrado intencionalmente sus páginas, así como con ciertos barbarismos que no eran indispensables para poner el libro al alcance de todo el mundo, levantando la inteligencia vulgar al nivel del lenguaje en que se expresan las ideas y los sentimientos comunes al hombre. No estoy del todo conforme con su filosofía social, que deja en el fondo del alma una precipitada amargura sin el correctivo de la solidaridad social. Mejor es reconciliar los antagonismos por el amor y por la necesidad de vivir juntos y unidos, que hacer fermentar los odios, que tienen su causa, más que en las intenciones de los hombres, en las imperfecciones de nuestro modo de ser social y político”.

[23]  Ibid., pp 548-549.

[24]  Castellani, “Martín el Outlaw”, ibid., pp 542-543.

[25]  Castellani, “Martín Fierro Traicionado” (I), p 548.

[26]  “Un Poema sobre el Malevo”, en Nueva Crítica Literaria, p 330.

[27]  Castellani, “Martín Fierro Traicionado (IV)”, en Nueva Crítica Literaria, pp 557-558.

[28]  Civilización y Barbarie.

[29]  Los Profetas del Odio y la Yapa, Peña Lillo, Buenos Aires, 4ª edición, 1967, pp 104-105.

[30]  Castellani, “Un Poema sobre el Malevo”, en Nueva Crítica Literaria, Dictio, Buenos Aires, 1976, p 330.

[31]  Carta-prólogo del autor.

[32]  Rosa, José María, “La Argentina Invisible”, en Historia del Revisionismo, Editorial Merlín, Buenos Aires, 1968.

[33]  Castellani, “El Poema de la Estancia”, Las Ideas de Mi tío el Cura, Excalibur, Buenos Aires, pp 129-131.

[34]  Castellani, “Literatura Europea y Literatura Yanqui”, en Nueva Crítica Literaria, Dictio, Buenos Aires, 1976, pp 259.

[35]  Castellani, La Muerte de Martín Fierro, Cintra, Buenos Aires, 1953, p 15.

[36]  Lugones, El Payador, Centurión, Buenos Aires, 1944, pp 49, 58, 78.

[37] “Bosquejos de Buenos Aires, Chile y Perú”, Buenos Aires, 1920, apud Busaniche, José Luis, Estampas del Pasado, Buenos Aires, 1959. La cita está abreviada.

[38]  Viaje por los Estados del Plata, Unión Germánica en la Argentina, Buenos Aires, 1943, T I, pp 123, 125-126.

[39]  Aragón, Roque Raúl y Calvetti, Jorge, Genio y Figura de José Hernández Buenos Aires, EUDEBA, 1973, pp 80-82.

[40]  “El Martín Fierro y la Conciencia Histórica Nacional”, en revista Verbo, Buenos Aires, mayo-junio 1993, p 93.

[41]  I, 13-18.

[42]  II, 13-18.

[43]  II, 957-960.

[44]  II, 4781-4786.

[45]  II, 4835-4840.

[46]  “El Martín Fierro…”, pp 91.98-101.

[47]  Ibid., p 89.

[48]  Aragón-Calvetti, Genio y Figura…

[49]  Pp 124, 91, 77.

[50]  Aragón, R. R.-Calvetti, J., op. cit., pp 31-32.

[51]  II, 4005-4024.

[52]  Castellai, “Política Clerical”, en Las Canciones de Militis, Buenos Aires, Dictio, 1973, p 116.

[53]  II, 3508-3509.

[54]  I, 1331-1336.

[55]  II, 4823-4828.

[56]  Castellani, “El Culto de los Muertos”, Castellani por Castellani, Jauja, Mendoza, 1999, pp 254-256; “Secundum Simile Huic”, Historias del Norte Bravo, Dictio, Buenos Aires, 1977, pp 93ss.

[57]  José Hernández y la Cultura Popular.

[58] Aragón, Roque Raúl y Calvetti, Jorge, Genio y Figura…, pp 157.

[59]  Canto en honor de Apolo.

[60]  Ion, 534, d.

[61]  Castellani, El Apokalypsis de San Juan, Cuaderno 1, Excursus B – Profetismo.

[62]  Castellani, El Ruiseñor Fusilado, Cap XI, Buenos Aires, Penca, 1952, p 56.

[63]  Chesterton, “Chaucer”, Ch. I, Ignatius Press, San Francisco, 1991, Collected Works, T XVIII, p 173.

[64]  Castellani, “Papé Satán, Papé Satán Aleppe”, Notas a Caballo de un País en Crisis, Dictio, Buenos Aires, 1974, pp 514-515.

[65]  Castellani, “Jorge Guillén”, Crítica Literaria, Dictio, Buenos Aires, 1974, p 327.

[66]  Castellani, manuscrito Apunte de Historia de la Filosofía, año 1938, “Felicidad Imperfecta”; Psicología Humana, Segunda Edición, Jauja, Mendoza, Excursus XVI- Las Diversas Clases de Contemplación, pp 335-336.

[67]  Castellani, “Libros de Maritain”, Nueva Crítica Literaria, Dictio, Buenos Aires, 1976, p 429.

[68]  Castellani, La Catarsis Católica en los Ejercicios Espirituales de Ignacio de Loyola, Ephetá, Buenos Aires, 1991, p 13.

[69]  Cfr. Castellani, Psicología Humana, Cap. XIII-La Creación, Jauja, Mendoza, 1997, pp 344-349.

[70]  Castellani, “De Poesía Española (III): Ramón Basterra”, Nueva Crítica Literaria, p 537.

[71]  Luz intelectual, llena de amor (Paraíso 30, 40).

[72]  Castellani, El Evangelio de Jesucristo, Evangelio del Advenimiento (I), Theoría, Buenos Aires, 1963, p 427.

[73]  Chesterton.

[74]  Chesterton, Chaucer, pp 238-239.

[75]  “Juan Alfonso Carrizo – El Cancionero de Catamarca”, Crítica Literaria, Dictio, Buenos Aires, 1974, p 338.

[76]  Szylkarski, Wladimir, Messianismus und Apokalyptik bei Dostojewskij und Solowjew, obra editada junto con Der Grossinquisitor, Maceinas, Antanas, F. H. Kerle Verlag, Heidelberg, 1952, p 302. Bastardillas nuestras.

[77]  “Martín el Outlaw”, en Nueva Crítica Literaria, p 543.

[78]  La Lengua y la Fe de Martín Fierro, Con una Carta de Unamuno, Editorial Docencia, Buenos Aires, 1983, p 52.

[79]  Carta a Valera, febrero de 1894.

[80]  Castellani, “Martín Fierro Traicionado” (III), en Nueva Crítica Literaria, Dictio, Buenos Aires, 1976, p 554.

[81]  Castellani, “Nacionalismo e Internacionalismo”, en Nueva Crítica Literaria, p 439.

[82]  Cfr. García Lorca, Poeta en Nueva York.

[83]  Lugones, L., “La Andanza Épica”, El Ideal Caballeresco, Ediciones Pasco, Buenos Aires, 1999, p 180.

[84]  Eyzaguirre G., Jaime, “América, Meta de la Caballería”, en revista Ortodoxia, nº 7.

[85]  García Morente, Manuel, Idea de la Hispanidad, Espasa-Calpe, IIIª Edición, aumentada, Madrid, 1947 (resumimos el texto).

[86]  Esto condujo a frecuentes exageraciones criticadas en su tiempo por Santa Teresa, y, entre nosotros, por Castellani.

[87]  La Tradición Hispánica en el Martín Fierro, San Miguel de Tucumán, 1984, pp 32-33.

[88]  El Payador, Centurión, Buenos Aires, 1944, pp 61-62.

[89]  De Albentiis, Roberto, “San Bernardo Abate e l’ideale del cavaliere cristiano contro il cavalierato mondano”, messainlatino.it, 20-VIII-2017.

[90]  Ibíd.

[91]  Protágoras, 354 b; Gorgias, 514, a.

[92]  Castellani, Homilías Inéditas, Dom. III después de Pentecostés, EDIVE, San Rafael, 1968, pp 136-137.

[93]  Castellani, Diario, 22-III-1972.

[94]  I, 13.

[95]  El Evangelio de Jesucristo, Breve Introducción a los Evangelios, V, Theoría, Buenos Aires, 1963, p 37.

[96]  Chesterton, apud Ward, Maisie, Gilbert Keith Chesterton, Buenos Aires, Editorial Poseidón, Buenos Aires, 1947, p 98.

[97]  Castellani, Su Majestad Dulcinea, Buenos Aires, Patria Grande, Buenos Aires, 1974, p 9.

[98]  Gén. 2, 18.

[99]  Sir. 36, 26-28.

[100]  El Ideal Caballeresco, pp 181-183.

[101]  Chesterton, Pequeña Historia de Inglaterra, Calleja, Madrid, 1920, p 305.

[102]  Castellani, Homilías Inéditas, Domingo III después de Pentecostés, EDIVE, San Rafael, 2021, p 137.

[103]  Castellani, “El Ruiseñor Fusilado”, Cap V, Penca, Buenos Aires, 1952, p 24. La fuente de estos versos es La Muerte de Martín Fierro.

[104]  II Tim. 4, 7.

[105]  6, 13-17.

[106]  18, 4.

[107]  Las Moradas, 6, 6, 3.

[108]  Libro de la Vida, 15, 11.

[109]  Castellani, De Kirkegord a Tomás de Aquino, Prefacio, III, Guadalupe, Buenos Aires, 1973, p 13.

[110]  Castellani, De Kirkegord…, Cap VII, II, p 84.

[111]  Castellani, “El Soldado y las Mujeres”, Tribuna, 4-VIII-1946.

[112]  Castellani, Domingueras Prédicas I, Domingo XII después de Pentecostés, Jauja, Mendoza, 1997, p 227.

[113]  Castellani, “El Soldado y las Mujeres”.

[114] Chesterton, “Las Tres Clases de Hombres», en Alarmas y Digresiones.

[115]  Chesterton, “George Bernard Shaw”, The Dramatist, Collected Works, T XI, p 433.

[116]  Chesterton, “The Resurrection of Rome”, The Pillar of the Lateran, Ignatius Press, Collected Works, T. XXI, pp 332-333.

[117]  El Ideal Caballeresco, p 184.

[118]  Lc. 1, 30.42.

[119]  “J´ai l´extase et la terreur d´être choisi”, Verlaine, apud Castellani, De Kirkegord a Tomás de Aquino, Cap VII, II, p 85.

[120]  Gál. 3, 13.

[121]  Ibíd.

[122]  Carta de Castellani a Juana Garat, 23-III-1953.

[123]  Suma Teológica, III, Q 30, art. 1, c.

[124]  Gén. 3, 15.

[125]  Chesterton, “Reina de las Siete Espadas”, traducción de Castellani, revista Jauja nº 12, diciembre de 1967, p 16.

[126]  II, 19-24.

[127]  II, 37-42.

[128]  Su rescate fue pagado por los Trinitarios.

[129]  “El Vejamen”, en Nueva Crítica Literaria, Dictio, Buenos Aires, 1976, pp 563, 565-566.

[130]  “Piedad para los Pobres Cautivos”, en Dinámica Social nº 73, octubre de 1956; Pluma en Ristre, Libros Libres, Madrid, 2010, pp 159-160.

[131]  “A la Virgen de la Merced”, El Libro de las Oraciones, Dictio, Buenos Aires, 1978, p 53.

[132]  El Evangelio de Jesucristo, Buenos Aires, Theoría, 1963, Introducción, V – Los Evangelios, “Nota Kirkegordiana”, p 38.

[133]  1879-1884.

[134]  II, 697-708.

[135]  Castellani, “Soneto CDXIX”, El Libro de las Oraciones, p 371.

[136]  Castellani, La Muerte de Martín Fierro, Canto III.

[137]  Severiano, De Mundi Creatione, Oratio VI, 10, PG 56, 498, EM 504, 770.

[138]  Autor Incierto de la Patrología Griega, “Homilia I in Annuntiationem S. Mariae Virginis”, PG 10, 1152.

[139]  Gén. 30, 1.

[140]  Gén. 35, 18.

[141]  Castellani, El Nuevo Gobierno de Sancho, Cap XXV-Decoro y Caída, Theoría, Buenos Aires, 1965, p 303.

[142]  I, 1493-1498.

[143]  I, 1585-1590.

[144]  Castellani, “Martín el Outlaw”, en Nueva Crítica Literaria, p 544.

[145]  I, 1621-1626.

[146]  I, 1630-1638.

[147]  Castellani, “Prólogo” a Reflexiones sobre y desde la Pampa, Schoo, J. V., Cruz y Fierro, Buenos Aires, 1968, pp 15-16.

[148]  Castellani, “La Guerra”, en Decíamos Ayer, Sudestada, Buenos Aires, 1968, p 99.

[149]  Lev. 16,10; Mat. 4,1-11; Lc. 8,29; 11,24.

[150]  Apoc. 12,6.

[151]  II, 880.

[152]  II, 922-924.

[153]  II, 1123-1128.

[154]  II, 1075-1085, 1099-1104, 1111-1116.

[155]  Marechal, L., op. cit., p 99.

[156]  II, 1225-1230, 1249-1260.

[157]  II, 1297-1302.

[158]  II, 1303-1308.

[159]  Cómo Hizo Hernández La Vuelta de Martín Fierro, Buenos Aires, Sudamericana, 1945, p 75.

[160]  II, 1309-1352.

[161]  II, 1353-1364.

[162]  II, 1365-1370.

[163]  II, 1485-1490.

[164]  “El Oro de Glastonbury”, en Alarmas y Digresiones.

[165]  Castellani, La Muerte de Martín Fierro, Buenos Aires, CINTRA, 1953, Introducción, p 15.

[166]  II, 4835-4840.

[167]  Marechal, op. cit., p 101.

[168]  El medio son todos los otros poetas.

[169]  “De Poesía Argentina” (II), Dictio, Buenos Aires, 1976, p 378. El artículo fue escrito en 1963 o poco después.

[170]  II, 4863-4864, Leumann, Carlos Alberto, op. cit., pp 272-273.

[171]  Esta pregunta hecha por Edmundo Florio al Cura Loco en Su Majestad Dulcinea es el título de una carta-artículo que Federico Ibarguren dirigió a Castellani.

[172]  Chesterton, “Sobre el Cristianismo”, en Ensayos, México, Porrúa, 1985, p 75.

[173]  Castellani, Su Majestad Dulcinea, Primera Parte, Cap X, Patria Grande, Buenos Aires, 1974, p 95.

[174]  “Carta Abierta”, en Cabildo, Domingo I de Cuaresma, 1945; Decíamos Ayer, Sudestada, Buenos Aires, 1968,  p 337.

[175]  Entrevista de Rodolfo Bracelli al Padre Castellani, en Siete Días, 6-VIII- 1980.

[176]  Castellani, Esencia del Liberalismo, Dictio, Buenos Aires, 1976, p 147.

[177]  Castellani, Su Majestad Dulcinea, Primera Parte, Cap X, Patria Grande, Buenos Aires, 1974, p 95.

[178] Castellani, poema introductorio a Reflexiones sobre y desde la Pampa, p 9.

[179] Castellani, “Payada a la Virgen de Luján”, en Castellani por Castellani, Jauja, Mendoza, 1999, p 172.

[COMMENT1]

Aragón, p. 18.

[COMMENT2]

Zorroaquín, p. 13.