La Ciudad Viril

La Ciudad Viril[1]

Los que para votar hemos tenido que viajar en todos los vehículos de la Santa Corporación de Transportes y además en el asnillo de San Francisco, hemos visto la cara de la ciudad de Buenos Aires mejor que los pitucos que llegaban en Studebacker y aun que el Presidente Farrell, que llegó en tres autos juntos. La ciudad se había virilizado y serenado, lo mismo que el 18 de octubre Buenos Aires había recobrado el género masculino. Los tranvías estaban llenos de hombres, y la más bella mitad del género humano demostraba con una unánime ausencia que la mayor parte de las veces que andan por la calle no es por necesidad absoluta. Después del mediodía, cuando se supo seguro que en Buenos Aires, gracias a los soldaditos, “no pasaba nada”, empezaron de nuevo a esmaltar las calles las toaletas multicolores.

El caballero bien vestido que estaba al lado mío en la “cola”, se volvió con cierta agresividad indecisa y me dijo: ‒¿Usted opina que los sacerdotes deben meterse en política? ‒Yo creo que no, le dije, sobre todo cuando no sirven para eso; pero es el caso que a veces la política se mete con los sacerdotes, sin culpa de ellos. ‒¿Y qué opina usted de ese clérigo Castellani, muy bien retratado en este artículo de La Nación, que quiere ser Diputado? ‒Lo conozco. Es amigo mío. Mire señor, Castellani no tiene ambición ni codicia de cosa de este mundo. Demasiadas cosas lindas ha renunciado en esta vida para ir a perder el alma ahora a la vejez por una banca. Castellani se hace Diputado por la misma razón por la cual Jesucristo se hizo rabino; y con grandes perspectivas de acabar lo mismo que Jesucristo, o que Calvo Sotelo.

En el tranvía de vuelta subió un pibe voceando diarios… Un transeúnte le dijo: Viva Perón. El chico contestó: Viva Perón. El transeúnte le dijo: guardá no más los veinte, porque sos un chico bien educado. Entonces otro transeúnte lo llamó y le dijo: Decí viva Tamborini, pibe, y te doy un peso. El chico se quedó atónito: ¡un peso!

Pensó un largo rato y quién sabe qué imágenes pasaban por su cabeza. Después dijo, no, señor, disculpe: viva Perón. Yo lo llamé y le tomé la dirección porque a ese chico hay que decirle a las Damas Vicentinas que lo saquen de canillita y lo pongan en un Colegio.

Hasta los comunistas querían mostrarse viriles. La mayor parte de ellos no son criollos y algunos de ellos son ciertamente delincuentes; pero confieso que en el fondo de mi alma les tengo más lástima que otra cosa.

El presidente de una mesa le dijo a un sacerdote al votar: ‒señor, usté ha cometido una transgresión, porque ha mostrado la boleta con que va a votar. ‒El otro le dijo: Usté no ha visto la boleta, usté ha visto a lo más la cartera. ‒Entonces se levantó el fiscal comunista, todo azorado y nervioso, y empezó a balbucear: ¡Yo la he visto! ¡Ha cometido una transgresión! ¡Yo no deseo hacer una cuestión… pero yo lo podría hacer detener! El sacerdote le dijo: ‒Si ha visto la boleta, diga de quién era‒ y con eso lo cortó al infeliz. El cual no la había visto nada, pero ¡era tan fácil adivinar de quién era!

Por la tarde me contaron la anécdota contraria. Un ciego llegó hasta el comicio acompañado de un lazarillo y solicitó se le permitiera emitir su voto, mientras ostentaba su libreta de enrolamiento. El presidente del comicio le expresó su asentimiento ‒con el reparo consiguiente de la dificultad para elegir las boletas de candidatos. El extraño votante se limitó a decir:

‒¡Aquí la traigo en el bolsillo y es un sufragio para la Unión Democrática! (Ese presidente de mesa no tenía tanto escrúpulo por el secreto del voto).

Yo redacté la anécdota a máquina de escribir y se la mandé a La Nación. Estoy seguro de que caerá en la trampa, y que mañana en todos los cafés de esta ciudad avispada se repetirá el chiste:

‒¡No es el único ciego que votó para ese lado!

¡Oh ciudad grande, quién te comprenderá! Ciudad turbulenta y alegre, ciudad confusa y distraída, que sabes ponerte viril cuando menos se piensa, cuando Sobremonte huye, cuando Dorrego cae, cuando en la Plaza San Martín dicen: Yo no soy Perón. Ciudad de las masas del Congreso Eucarístico que después vota a Alfredo Palacios. Ciudad a quien se ha engañado tantas veces, pero a quien nadie todavía ha podido tomar por tonta. Ciudad a quien se le ha robado hasta la camisa, pero ya va resultando difícil robarle el alma.

[1] Poco después de las elecciones del 24-II-1946.